Cuentos de Agua Clara

de

© Guillermo Zamor

1976

N° 131139 
S. A. C. D

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Yisus María Rosa
La tía Eufemia

Segundo Mora
Nicadio Alaila

 

 

YISUS

Los pedazos de leño reventaban con el fuego y las cenizas se levantaban con el viento, incrustándose en el techo de paja y barro. Afuera el sol derretía el cebo de los cueros, quemaba los árboles y las iguanas. Ni una sombra, ni un leve murmullo de viento. María Rosa, adentro, pelaba la yuca y las echaba en el caldero de agua hirviendo sobre el fogón. Pronto llegarán de nuevo los obreros, se repetía, debo preparar bastante yuca y plátano cocido para que tengan fuerzas. El río se inundó ayer y arrasó con la cosecha de mi amo, el tigre no ha dejado de rondar toda la noche para atrapar las bestias, y este sol, este sol. Se acodó sobre el molino y puso su mano callosa para apoyar su mejilla. El codo se le salía por el agujero de la manga, el tizne seguía cayendo despacio sobre su figura, ennegreciéndola. Si al menos José Eustaquio me sacara de este infierno. El agua hervía. El humo se colaba por un hueco del techo. Se acurrucó en la tierra y comenzó a arrancarse las garrapatas que tenía pegadas en los pies. Los tenía sucios de barro seco, con las uñas cortadas a cuchillo y pedazos de costra en los tobillos. La falda de cáñamo, negra ahumada, desgarrada en los costados y vuelta a recoser, se le había plegado entre las piernas y caía como un manojo de trapo sobre el suelo. Tenía una camisa kaki, de las que le daban a su padre para trabajar, sin los botones de arriba, dejando entrever sus senos brincasen, recién despuntados, al ritmo de sus movimientos.

Si Jose Eustaquio me sacara de este infierno, se repetía. -ayer mi padre me contó que pensaba irse a jornalear a Tres Bocas, donde podría conseguir un ranchito pues hay tierras baldías y hacer una siembra y una cría de marranos. El caserío queda cerca y podríamos mercar de vez en cuando y hasta cambiar estos chiros. Pero no me dice nada, no se atreve. Y mi papá es muy fregón también, dice que no muele duro, que le falta peso en el rabo para sostener una familia, que está muy pichón. Yo no sé qué es lo que quiere, pero yo quisiera salirme de aquí. Todo el día dele que dele al fogón, y ahora con esta leña reseca que no da sino humo.

Les gotas de sudor se le escurrían silenciosas y penetraban en su pecho, humedeciendo la camisa. El pelo negro se le pegaba en mechones sobre el rostro y con la mano tiznada se restregaba una y otra vez la cara para espantarlos. Si Jose Eustaquio me sacara, por qué será que no me mira y en tanto que los otros dicen que soy buena moza. con la mano separó un manojo de paja del tejado caldo y pudo ver el sol. Ya están a punto de llegar para almorzar, se dijo, en tantico termino con la yuca y el plátano sancochado.

Se recostó de nuevo contra el poste, con las manos atrás. Vio entonces como una sombra se escurrió por la puerta de pedazos de madera hasta que en el dintel apareció el cuerpo alto de un hombre cuya cabeza sobrepasaba sin poderse vislumbrar. María Rosa reculó. Veía con el sol y las moscas, con el polvo, el color azul del pantalón, unas botas de cuero y un pedazo de camisa cal¡ también. El cuerpo se agachó despacio. Una cabeza blanca, con cabellos rubios ensortijados, con ojos azules como los de los linces y una sonrisa, entró bajo el techo ahumado, pisando sobre el suelo de barro. Es el hombre más alto del mundo, pensó Ella. Mi papá habla hecho esa puerta, después de medir al compadre Zacarías que, aunque viejo, es el más alto de los jornaleros.

El hombre entró. miro despectivo los rincones negros, los pedazos de tablas que servían de camas, la hamaca descolorida y rota. Caminó de un extremo al otro, sonriendo y sin decir palabra, se recostó en la hamaca, dejando estirar sus largas piernas hasta casi tocar el fogón. Comenzó a mirarla fijamente. Ella, temblando al frente, lo miraba recorriendo toda la pieza para abarcarlo. No había visto nunca nadie así. Debía ser una aparición, pensó, el sol le debió quemar el " pelo y la insolación lo debió dejar ciego, con esos ojos tan claros. Luego dijo algo con un timbre de lechuza y estiró los brazos hasta tomarle los suyos. Ella reculó de nuevo, le inyectó los ojos oscuros y montaraces mientras él seguía sonriéndole. Entonces él se levantó de la hamaca, la atrajo hacia sí y subiéndole la falda de cáñamo la recostó bajo él sobre las tablas. Las moscas zumbaban. El ruido del agua hirviendo, el olor a yuca cocida y los suspiros agitados, con sudor y lágrimas, se mezclaban con el jadeo de los perros bajo el sol, con el deslizarse de las iguanas y los golpes lejanos de machete.

Derrengada sobre las tablas, María Rosa lo vio partir, oyendo los pasos de los jornaleros que venían por su porción de yuca y plátano. Tomó un cuchillo y se cortó en un dedo, dejando escurrir la sabré sobre las tablas y cuando los otros llegaron no supieron por qué lloraba, si solo era una cortada si era ese su oficio y no era la primera vez que le pasaba. So hubo quejas, no hubo más pensamientos. Buscó en el campo y en todos lados a Jose Eustaquio, convenció a su padre, le pidió dejarla, que quería ser madre, que quería cuidar críos y darles de mamar. El la entendió y buscó también a Jose Eustaquio, lo llamó en la selva y en los campos hasta que lo encontró. Le dijo de María, le hablo de ella, que era buena moza y cocinaba bien, que él la garantizaba pues, como su antigua mujer, era buena para el parto, era fiel y resignada, con caderas amplias y senos apretados. El lo oyó y pensó que el rancho de Tres Bocas no tenía mujer, que necesitaba una con piernas fuertes, que necesitaba críos para poder jornalear mejor, que los marranos necesitarían alguien para cuidarlos, que mercar y jornalera, cocinar y trabajar no era fácil al tiempo. Miró atrás, contó las estrías de su machete, pensó en Tres Bocas y le dijo si, me llevaré a María Rosa, dígale que se prepare, nos iremos a fundar.

La gordura creció con el trajín, moliendo maíz y haciendo arepas, engordando marranos y empalizando el futuro rancho, sintiendo como su vientre no aguantaba más, el fruto era más grande que la mata, sintiendo que los pies se le salían ya, que no llegarían los nueve meses, que se le caería mientras sancochaba los plátanos. Pero el crío se quedó adentro y pereció tomarle todo su cuerpo para poder crecer más. Ella sentía en las noches los golpes de él en su pecho, las patadas contras sus nalgas y pensaba que ya no saldría nunca, que un día le la rompería la piel a ella para salir y no podría nunca verlo. Jose Eustaquio la miraba asustado, sentía al hijo que creía suyo moverse hasta en los brazos de su mujer María Rosa, lo veía hasta saber que era un varón, que era más fuerte que él. Pero los dolores del parto llegaron Los gritos de María Rosa se oían en el eco de las montañas y en las cuencas de los árboles, en el caserío vecino hasta que las vacas del patrón de al lado se desbandaron, hasta que las hierbas creyeron que habían un muerto y comenzaron a acercarse, a rondar en torno esperando el olor a podrido. Pero no hubo muerto pues las parteras y los obreros acudieron todos. A María Rosa la amarraron con lazos de los brazos y los pies y la trincaron anudando los extremos en las cuatro esquinas del techo, despernancándose en lo alto para que todos pudieran empujar al hijo, sacándolo de los brazos y las piernas, sacándoselo de la cabeza y el vientre. Cuando el primer pie salió no lo querían creer, pues era un pie grande ya, casi como el de un hombre hecho, demasiado blanco, demasiado. Jose Eustaquio quiso gritar en un extremo de la pieza pero María Rosa le suplicó con los ojos que la ayudara, que le sacaran ese ser de adentro. Pero el segundo pie no hubo más espacio y la partera más experta cogió el cuchillo para capar el ganado y la abrió desde la vagina hasta los senos, pudiendo entre todos secar al hijo. Aún envuelto en sangre lo acostaron entre cuatro en la cama de tablas y le estiraron las piernas y los brazos, le limpiaron los coágulos. Medía más de un metro veinte, y era. blanco como la leche, con el cabello rubio y los ojos azules como los linces. A María Rosa la descolgaron y con pita le cosieron el vientre acostándola al lado de su hijo apenas un poco más pequeño Ella lo sabía y no quería decirlo, solo que alzó los brazos, Gritando, llamando a Jose Eustaquio para decirle que debía ser un premio del más allá, porque él era bueno con ella, y él no quiso creerle pero las parteras y los demás lo abrazaban y lo felicitaban, le daban palmadas en los hombros y él se sintió poderoso, sintió su hazaña cumplida y hasta dejó de pensar que por qué, sino que abrazó a sus amigos también.

Todo el caserío se alarmó, que un metro veinte, decían, que no, que casi uno treinta, que mi compadre Amateo lo vio, que la comadre lo midió con el bastón de ella que mide exactos los uno y veinticinco, que tenía los ojos azules, que parecía un ángel como el de la Iglesia, y todos fueron a comprobarlo, hasta los patrones que habían venido de la ciudad para revisar las cosechas fueron a verlo, y se bajaron de sus carros en el rancho de Jose Eustaquio y dijeron que era casi como ellos, mejor que ellos, que porqué así, pero María Rosa decía que debía ser una bendición. En la entrada del pueblo montaron fritanga, armaron las ferias y los carretones pararon allí y supieron la noticia y todos fueron al rancho de Jose Eustaquio para ver el prodigio de su hijo, y los que lo conocían lo felicitaron y los que no lo conocían lo miraban de reojo y se preguntaban cómo lo habría hecho, que debía ser muy berraco para lograrlo. pero alguno susurró por debajo que quizás, y una trompada le calló la boca pues ya se quería dañar, con la envidia, el progreso de los otros. Con las rifes y las fritangas reunieron unos Pesos que fueron a ofrecerle a la recién parida pana que pudiera alimentar al hijo más grande del lugar. otros les traían vestidos de sus hijos de doce y más años que, aunque rotos, todavía podían servir pues, como decían, para darle palo cualquier trapo sirve.

Los patrones de la vecindad mandaron traer el mejor pollo, el mejor marrano, para ofrecérselo E Jose Eustaquio y su familia, aplaudiendo el éxito de su alianza.

Va a ser el hombre más grande del mundo, repetían en las covachas, sobre los fogones apagados, encima de los otros recién nacidos.

Se llamará Yisus, dijo la madre, recordando al hombre de ojos azules quien, aún bajo el dintel le dijo, señalándole la sangre regada sobre las tablas, se llamará Yisus, lo digo yo, Gabriel. Y no hubo discusión, ni José Eustaquio pidió que le explicara, sino que así se llamaría.

Pero los días vinieron y no hubo necesidad de amamantarlo pues pronto comió frijoles y arracacha, yuca y arepas de maíz. jamás lloró y, Cuando María Rosa salió al caserío a mercar, A. débil, al volver lo encontró levantado, caminando y conociendo el rancho. Quiso hablarle, decirle que tuviera cuidado, que aún era un recién nacido, pero él la miro extrañado y le respondió algo que ella no entendió, dejándola con el recuerdo de aquél timbre que nunca supo comprender.

De los pueblos vecinos la gente seguía viniendo, atraída por la noticia del niño más grande del mundo, que caminaba a los pocos días. Muchos hicieron predicciones, otros dijeron que era el final de los tiempos, otros que sería rey, dueño y señor de todo, otros, hasta lo dijeron, que quizás sería dios.

Jose Eustaquio y María Rosa tuvieron miedo pues todos hablaban de su hijo y trataron casi en vano de ocultarlo a los otros, enseñándole desde temprano a echarle el maíz a los marranos a desyerbar y sembrar la yuca, a usar el machete y aprender a silbar para atrapar la lapa en su madriguera, a conocer el sol y los tiempos de lluvia,. raro él, Yisus, parecía desentendido de esas cosas, hablaba una jerigonza que nadie le entendía y mucho tardó en hablar la lengua de ellos. vivía escarbando la tierra, dejando que los días de sol y marranos pasaran, creciendo cada día sin que nadie pudiera detenerlo, ayudando a María Rosa a pelar el plátano y a recoger la leña, escarbando siempre la tierra, "esa manía que tienes", como le decía ella, buscando siempre algo en el fondo y quedándose embebido con el barro negro, haciendo cuentas con los dedos y anotando con tusas de maíz los marranos que habían nacido, los que estaban gordos pare la venta y los que se podían comer, ahuyentando los pavos y haciendo algarabía ante cada nuevo parto, creciendo en centímetros con las cuentas de las tusas, debiendo abrir más la puerta del rancho con la medida del compadre Zacarías, igual que la de su abuelo, recostándose en la hamaca y estirando los pies hasta llegar casi al fogón, mientras su madre lo miraba espantada y quería gritar pero se contenía temblando de nuevo contra el poste y viendo las gotas de sangre, mirándose el dedo que se cortó para despistar los otros, tapándose la cara y revolviendo el cocido de yuca, soplando el humo para distraerse. bu historia de niño fue como una historia recortada en el desierto y pegada con arena a los troncos de los árboles, dejando escurrirse lentamente bajo las lluvias y el sol, dispersándose poco a poco con el viento y las patas de las mariposas, con el aleteo de los pájaros al tiempo que el batir cotidiano del chocolate. Nadie pudo oponerse a que su color fuera distinto, ni su talla aumentara, todos lo vieron crecer como quien ve crecer un árbol afanado y pronto se acostumbraron a él, se acostumbraron a ver pasar esos pies blancos que se deslizaban sobre las piedras dejando huellas inconfundibles, se acostumbraron a verlo agacharse cada vez que entraba a la tienda de don Anatemo, llevando los marranos bajo el brazo a la carnicería, tres y cuatro al tiempo, hablando siempre con ese timbre de lechuza y mezclando palabras que algunos comenzaban a aprender, y que en el pueblito de Agua Clara se hicieron corrientes, hasta que se llegó a llamar "mit" a la carne y con aires arrogante decían "plis" para imitarlo al pedir algo, "sences" para decir gracias. El los miraba con sus ojos de lince de reojo, sin atreverse a considerarlos enteramente ni a despreciarlos por su altura, dándoles la impresión de un monte nevado, de conocer otros climas allá en, lo alto, de ver otras coses, como si pasara siempre por accidente sobre los lugares de los otros, como si tan solo rozara esa tierra dura y reseca. Poco habla, decían entre ellos en el caserío, poco dice, parece que estuviera siempre oyendo algo lejano, pare que mirar otras cosas con ese color transparente de los ojos, otras cosas detrás de las cosas. Se acostumbraron a mirarlo en Agua Clara. Ya no sentían por 61 admiración ni envidia, sentía por 61 la costumbre de verlo distinto, de verlo alto y rubio, la costumbre de no sentirlo presente cuando estaba entre ellos.

Sin que nadie le enseñara él aprendió a leer en los pedazos de periódicos con que envolvían las cosas que mercaba en el cocerlo, pasando las noches a leerles en voz alta a Jose Eustaquio y María Rosa. Pronto comenzó a imitar los signos del periódico sobre la piel de los marranos y con las tusas, hasta que pudo conseguir un lápiz y papel. La marranería habla crecido y hablan ampliado el rancho y Yisus anotaba las ganancias sin que nada se le pasara desapercibido, tomando pronto las riendas del hogar pues superaba a su padre José Eustaquio "con esa astucia que tienes para marchandiar" como le decía María Rosa.

Los años pasaron y los vecinos pensaron que pronto se casaría, pero con quién se preguntaban, con quién, si él no miraba ninguna mujer y además, se decían, con lo alto que es debe estar bien montado y la podría hasta matar. En el bar, cuando los hombres estaban borrachos y alegaban de quién hacía gritar más su mujer, bajándose la bragueta para mostrar los que confirmaba sus afirmaciones, siempre alguien decía "Pero él seguro que lo hará más". Llegaron hasta apostar una vez que "el catire", como lo apodaban, haría rebuznar la burra del compadre Maximiliano, que ni el mismo Arcadías, reputado por su gran envergadura, había logrado hacerlo. Pero las apuestas se quedaban siempre en el tufo del aguardiente y ese vaho licuoso que terminaban por vomitar antes de volver a sus ranchos, contentándose con saltar cada uno su burra cuando sus mujeres estaban en celo, sin atreverse jamás a proponerle al catire. El tampoco se dejaba hablar de otras cosas que sus marranos, ni de otras cosas que de números y dinero. Las burras no le hacían falta, ni las mujeres tampoco cuando recostado en su hamaca se desnudaba, espantando los zancudos y las mariposas al ritmo de sus movimientos, untándose de aceite de maíz y emitiendo gemidos de placer, pronunciando palabras de su jerga entre dientes, hasta que se estremecía en un estertor último que hacia temblar el rancho, dando punta pies al aire y cerrando los ojos en un gesto de agudo dolor placentero, suspirando después bajo el sudor y la esperma que se escurría sobre su ingle hasta caer sobre su hamaca para endurecerla cada día más. María Rosa lo sabía pero se contenía de decirle cualquier cosa, solo susurraba entre dientes una especie de plegaria y repetía lo única que podía decirle, ,esa manía que tienes". Cuando Jose Eustaquio creyó que su hijo estaba en edad comenzó a enviarlo todos los días con la burra para que trajera la leña para el fogón, esperando que en medio de la selva se le despertara el deseo y después querrá hacerlo con una mujer". Pero el temblor del rancho se siguió repitiendo y José Eustaquio se empecinó y él mismo lo llevó adentro de la selva con la burra y le mostró cómo se hacía, dejando que Yisus lo mirar con la vista puesta en nubes de cemento que él no pudo ver y sintió vergüenza de su hijo sin deseos y le quiso gritar pero lo vio lejano, sin poder oírlo, bajándose casi en llanto y volviendo a su rancho sin pronunciar palabra, queriendo haber tenido otro hijo pero sin haberse atrevido por temor a tener otro igual.

Su imagen lontana siguió recorriendo los senderos que se ocultan cada día en la selva, escarbando siempre la tierra y agrandando su colección de barro negro, conociendo todos los rincones y las costumbres de los otros sin jamás hacerlos suyas, siempre lontano y extranjero con esa belleza inaccesible y que lo auto satisfacía. Parecía hablar solo todo el tiempo sin que nadie pudiera entenderlo, sin saberse si era la lengua de los animales o de los dioses.

Un día, el mismo en que se oyeron gritos desgarradores de niños en la selva y que todos dijeron que era el retorno de las brujas, el mismo en que la campana de la iglesia sonó a medianoche sin que nadie la hubiera toca y en el que aparecieron degollados un tigre y un marrano en la calle principal de Agua Clara, otra consternación sacudió el caserío. Una carta había llegado al pueblo. Venía dirigida a Yisus "el catire" y el remite nadie supo traducirlo, pues todos los letrados se congregaron para adivinar el destinatario y hacer suposiciones sobre su expediente antes de entregársela. había venido con el camión-bus que traía la cerveza de la ciudad para distribuirla en la región y era la primera carta que llegaba al pueblo después de la que había llegado treinta años entes nombrando el alcalde de Agua Clara y que no había sido relevado mientras el partido que gobernaba continuara al poder.

Nunca nadie supo de dónde venia ni cómo había podido suceder. Solo los hechos impusieron conjetures que se amarraban con pite para guardar hilaridad. El catire, ante el asombro de todos y por encima de las súplicas de su madre, vendió el mismo día todos los marranos de su corral y sin mayores comentarios, guardando su aire lejano e irreal tomó el carremula que descendía al pueblo sin que se supiera a dónde iría después, ni por qué ni a qué. bu partida causó el mismo asombro que su llegada, el día de su nacimiento y entre todos tuvieron que trincar a María Rosa por los brazos y las piernas y suspenderla de las cuatro esquinas de su estancia pero contener sus gritos y sus convulsiones insólitas que parecían transgredir los límites de su consistencia. Jose Eustaquio no murmuró palabra, y así como lo vio llegar, así lo vio partir. Los gritos de María Rosa se oyeron en las vecindades y la alarma cundió de nuevo y todos tuvieron miedo pues aun sonaban en sus oídos las campanas de medianoche y los gritos de los niños en la selva y la visión del tigre y el marrano degollados y pensaron que una maldición venía si no es que ya había llegado y cerraron sus puertas y pusieron en platos pandos sobres sus escaños porciones de sal y panela para matar las brujas y les mujeres que estaban en regla dejaron escurrir su sangre en platos hondos y con sus dedos escribieron una cruz e la entrada de cada rancho y encima de cada animal y en el ombligo de sus hijos y sobre el sexo de sus maridos.

Muchos asociaban los hechos ocurridos con la llegada de la carta y la partida del catire, otros como la consecuencia de los hechos su partida, otros como un conjunto de hechos indisoluble siendo su partida otro hecho catastrofal, otros que su partida había sido la causa premeditada de los hechos y otros que los hechos habían sido cometidos por él antes de su partida premeditada. Hubo disputas, hubo querellas y más sangre corrió ese día tratando de aclarar la sangre que ya había corrido y solo el tiempo de sol supo dar calma y el tiempo de lluvia olvido. María Rosa después que fue desamarrada y sentada en un taburete se quedó rígida y con los ojos lejanos, dejando escurrir sus trenzas negras que marcaron los años que así permaneció como dos culebras penitentes regadas con lágrimas calientes y sonidos guturales que repetían aquél timbre de lechuza, con la imagen siempre clavada en su vista perdida del cuerpo alargado sobre la hamaca tocando con los pies el fogón y mirándola con ojos de lince. Jose Eustaquio la mantuvo así sin oír el berrido de los marranos ni el temblar del rancho en las horas cumbres en que Yísus eyaculaba, dándole infusiones que ella dejaba escurrir en su garganta dejando tan solo entreabrir sus labios con dejadez y distancia. los años rotos de quejumbre inundaron el tiempo inacontecido de Agua Clara, donde solo los rostros parecían haber gozado de ese pasar, sin que nada se hubiese modificado, ni la calle principal habla movido sus piedras ni tapado sus huecos después de aquél día terrifiante, ni la tienda de Anatemo tenía más abastos ni menos cerveza, ni los borrachos cambiaban la apuesta que otrora fuera un desafío, ni las burras cambiaron sus gustos ni los hombres su preferencia, ni el Alcalde fue destituido ni las dos prostitutas del pueblo se habían relevado, ni los patrones hablan muerto ni dejado de ser patrones. El tiempo había pasado por allí con desgano, como si tirara un viejo carremula lentamente por la calle principal mirando triste las pencas y los tejado de zinc al rojo vivo, no queriendo nunca más pasar por aquella desolación selvática entre los zancudos y las inundaciones, entre los tigres y el lejano ruido de machetes. Las referencias tenían pocos puntos de apoyo y, últimamente, el único contacto entre el pesado y el presente se remitía a "el día de la carta", antes de la carta y después de la carta, contando las edades de los hijos con las generaciones de los marranos antes o después de.

Fue así como seis generaciones de marranos después de la carta comenzaron a correr de nuevo rumores y hubo agitación y gritos en el bar de Anatemo, confirmaciones y réplicas, incrédulos y creyentes sobro la versión de que "el catire andaba por los lados de Tres Bocas haciendo campaña política por toda la orilla del río Talumbo. Las discusiones parecían sin limite bajo el sopor del aguardiente y los golpes en vanos dados al aire para matar zancudos hasta que decidieron enviar al hijo de Anatemo, Segundo, para confirmar los rumores. Segundo había nacido veinticinco generaciones de marranos antes de la carta y trabajaba como jornalero en el rancho de don Luis, quien vivían en la ciudad y venia cada generación porquina para vigilar la cosecha de plátano. Había vivido bajo la subyugación del Catire y fue quizás el único que logró cruzar con él dos palabras sobre las lluvias, sintiéndose su amigo. Cuando la carta llegó él le había ayudado a vender los marranos y tuvo de las riendas el carremula para su partida. Según los hombres de Agua Clara era él quien podía mejor traer información sobre el Catire, quizás a él lo oiría, quizás le hablaría. m Para su viaje a Tres Bocas que tomaría un día a pie entre la selva, otro en mula sobre la montaña y media jornada en canoa, Segundo recibió de varias personas de Agua Clara que aprovechaban para hacer traer pantalones interiores para las mujeres y toallas higiénicas, consideradas como lujo entre ellas. Los hombres apreciaban las alpargatas de fique de Tres Bocas y le encargaron casi una docena. Este era el pueblo más reputado de la región y quedaba de la otra orilla del río, siendo el lugar de peregrinación de las gentes de Agua Clara y a donde todo el mundo iba o al menos pensaba ir una vez en su vida. Para Segundo era su oportunidad.

En Tres Bocas anduvo buscando al Catire, con una cierta angustia que lo oprimía, con el recuerdo de esos ojos afirma mentados y ese tono que nunca pudo separarse de sus oídos mientras daba machete y en el fondo de la selva oía el silbido de las lechuzas, recordando siempre, imaginando su color cremoso escurrirse entre sus manos y en pesadillas de sueños lo creía junto a él, acariciándolo, enredando entre sus dedos su pelo ensortijado como si contase espumas de oro líquido. y lo sintió, lo sintió aunque no pudiese verlo, sintió su aliento rondar como una boa alada, estremeciéndose hasta oír los rumores concentrarse y reconcentrarse en círculos próximos con brillos de machetes bajo el sol y brillos de sombreros de paja usados, cuerpos enjalmados y rozar de alpargatas contra la tierra dura y pedregosa. Detrás de todos, en el centro y dentro de ellos oyó ese timbre profano y las palabras subieron el círculo hasta desbordarse sobre los sombreros y enredarse en los filos de machete. Era él. Era el catire. Con pena y vértigo se confundió entre el sudor y los pantalones raídos y pudo verlo inconfundible e irreconocible, rodeado de otros como él, rubios ojiazules, blancos espumosos como clara de huevo batida, recortados contra el fondo oscuro de las pieles aindiadas curtidas por la canícula y las lluvias. Eran los catires quienes apoyaban con sus miradas lejanas las palabras de ¡¡sus, produciendo revoloteo de aplausos y aprobaciones de sombreros batiéndose, entremezclándose palabras que Segundo había alguna vez oído, palabras de esa jerga que nadie comprendía y con la que el catire había siempre hablado a los árboles. Parecían una repetición incansable de su unidad, él era el único catire imitado varias veces y Segundo cerró los ojos, se estrujó los párpados hasta que los volvió a ver y decidió creer. Yísus era el que hablaba pues era el único que podía ser comprendido ya que conocía la lengua de su madre. El circulo se agrandaba e iba remontando las alturas en su periferia para poder distinguir lo que en el centro se sucedía. Primero sirvieron las cajas de cerveza acostadas, luego verticales, luego las mulas hicieron círculo y sus jinetes sentados, más al exterior parados y al final sobre los tejados de zinc, y sobre las copas de los árboles formando un anfiteatro de éxtasis y encanto donde la maravilla crecía en los círculos concéntricos y se dilataba hacia el exterior, pareciendo un estanque donde las piedras eran palabras y las olas movimientos de sombreros y mulas excitadas y cajas de cerveza temblantes y copas de árboles silbantes al vaivén del viento y las frases. De los ojos apagados en su rasgadura ancestral comenzaban a salir resplandores incandescentes que se reflejaban en la orilla opuesta, repitiéndose al frente y subiendo en espiral desde el centro hacia las nubes bajo el dominio mágico de aquellas palabras dichas con el acento de los espectros, donde una sensación cundía ya: aprisionaba los sueños mutilados volviéndoles al frente reales y posibles. De cada punto ascendente de aquella concentración surgían somnolencias que estiraban la sonrisa de sus dueños, viéndose en el aire dibujados los delirios de Tres bocas. Nadie murmuraba. El catire continuaba su discurso con el mismo tono de voz, con su mirada lejana perdida en la ascensión de su público, con las manos calmas siguiendo su ritmo pausado, dándose su rostro a todos con los reflejos repetidos de sus compañeros colocados en círculo en el centro.

El sol supo devorar aquellos instantes y extasiado con aquel futuro prometido se dejó escurrir rojo y montaraz hasta ser englutido por los árboles y los zancudos de la selva. a cada amanecer nuevos círculos se formaban y se expandían en las alturas, ligados siempre con ese encantamiento inequívoco hasta desvanecerse con el crepúsculo con un peso interior en cada individuo irreconciliable con su anterior apatía, resignación y desesperanza.

Segundo lo seguía ávido, sin vislumbrar los compañeros del catire, sin vislumbrar el gentío ni el cansancio, devorando con cuidado cada palabra, cada gesto, cada expresión sutil, pues de sutilezas estaba hecho su discurso, sin lograr acercarse a él, percibiendo sus ojos mirar el mismo lugar que mirara tiempo atrás en Agua Clara cuando iba a vender los marranos en la tienda de su padre. Su voz perdida en la lejanía de su propio pensamiento y, a la vez, su profecía profunda, su delirio repujado en ánforas concretas de tiempo mesurado y conquistado entraban en él con tanta fuerza que sus músculos postergaban el cansancio con angustia. Gritos ahogados en su paladar se dejaban exangües rodar en silbidos y con todos solo una idea clara aceptaban sus pensamientos confusos, "el catire decía la verdad, era la verdad".

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Jamás, ni en los tiempos de Eufemio el miedoso, ni en los días cincuentenarios de soledades, hubo tanta agitación en aquel lugar. Los reposantes guerreros asumían con desdeño el inventario pragmático de sus ideas. Y fue así como, en bruscos asaltos de agonía, la lluvia se intercaló a la soldad y hubo trenes que rondaron exánimes sin presos en sus vagones, y hubo también dictadores aburridos sin mando sobre ratas ni espectáculos privados para excitar el terror de los paganos.

En aquellos días el reconocido ojiazul volteó sus ojos bajo los árboles sin invierno y escrutó entre la maleza los tesoros que nadie percibía. Sin dejar tiempo al encuentro de otros organizó su conquista, halagó don Anatemo y la madre de marranos, extirpó en vano la cacería al tigre y se proclamó Augusto, soberano y supremo. No creo que desde aquél momento la historia inmóvil de Agua Clara haya podido quedar imperturbable, pues si aun las burras competían con les prostitutas, ya no se acusaba el silencio de otrora con gargarismos de quejas y bramidos. No hubo desde entonces más amargura que lo amargo, y de la secreta misión que fue encargado Segundo por el Catire, se fue maquinando una serie indefinida de conversaciones clandestinas, de intereses al pie de las burras jadeantes, de sobreentendidos al tiempo de la venta de marranos, y lo que antes era un lugar singular donde se vivía sin la noción del tiempo se convirtió en un lugar como los otros donde el tiempo va más rápido que los sueños.

En el bar de Anatemo las discusiones se mojaban con aguardiente y carcajadas gigantescas sacudían las vigas del techo pajizo, "pero pues claro" decían, y se daban duros golpes en los hombros, y se estrechaban por parejas de hombres y repetidas palmadas sacudían sus torsos sudorosos en seña de alegría y principio de una nueva vida. Como sonámbulos sacudían sus cabezas rojizas y ahumadas, "cómo es que no nos habíamos dado cuenta", "pero pues claro" y la razón de todo se descubrió, y hubo gritos y hasta otros que tomaron sus revólveres y lo vaciaron en el aire de su pasado, como asesinando los días en que su ignorancia les ocultaba la razón de todo.

La imagen del Catire se creció en medida de la dimensión que sus razones solucionaban, y todos le dieron su voz y todos le dijeron si pues él tenla razón, la única causa de la sequía era ese barro negro como 61 decía, ese barro negro y viscoso que se mezclaba con la tierra y absorbía su agua y disecaba sus plantas y mataba sus animales y enflaquecía las vacas y daba el paludismo a los hombres y ennegrecía las aguas y hacía llover y diluviar y mataba los fetos en el vientre de las madres y atraía los tigres al caserío y ahuyentaba los marranos, era el barro negro el que hacía madurar antes de tiempo los frutos, el que entumecía las cosechas de maíz, el que en las noches de luna llena agitaba los hombres y los consumía en un delirio de sangre, el que coagulaba las reglas de las mujeres y convertía las niñas en masturbadoras de orden diferente. Y el bar de Anatemo retumbaba en gritos ufanos de victoria y lágrimas de un gracias devoto bañaba los rostros de los hombres robustas que masacraban la tierra para extraer remilgos de productos inacabados. no hubo necesidad de reunirse ni de preguntar si todos aceptaban pues la aceptación se sentía en el aire, se sentía en el horror al orín de tigre y al halo de las brujas cuando enredan las colas de los caballos en las noches de luna creciente, cuando los espíritus de los de antes se revoltan para vengar el bramido siniestro de una queja inaudible. pronto, cuando el tiempo se dejó pasar por aquellos lugares de olvido, ruidos extraños se escucharon detrás de la selva y no se pudo identificar ni al tapir ni al silbido de la cascabel, ni al rugido del tigre ni al llanto venenoso de los simios, pues era un ruido que roía las entrañas de la tierra, un ruido gástrico que penetraba incontrolable entre las raíces de los robles y los árboles burlones de la muerte, un ruido casi traducible en otras lenguas y que penetraba inacabable para mezclarse con el rodar de las piedras en el río y dar ritmo al sacudir forzado de machetes que no paraban sino con el descanso de las órdenes. Y también animales de otras especies, sin sangre ni vibraciones de hambre, con fibras negras embebidas en aceite y pies estriados en tuercas y movimientos convulsivos, repetidos, con cabezas gigantescas que se levantaban en esfuerzo como halando de la tierra un gusano inmenso y se dejaban caer para hundir el hocico entre un agujero sin dimensiones. Por todas partes se comenzaron a levantar los bípedos metálicos con cabeza de hierro forjado, y en todos los claros de la selva se los veis con sus movimientos incansables, picoteando la tierra, picoteando, y los claros de la selva se difundieron y la selva se fue convirtiendo poco a poco en una masa rala y confusa de árboles y monstruos negros que picoteaban sin descanso.

Y sus colas comenzaron a alargarse, y a mezclarse, y las colas de los unos y los otros se fundían de tiempo en tiempo en una gran cola, larga y brillante, con intersecciones de tornillos hasta irse, irse fuera de la selva y de Agua Clara, irse lejos entre el mar desconocido y al país de sus orígenes, dejando escurrir en su interior el barro negro, el barro negro.

Los habitantes de Agua Clara se acostumbraron a verlos, sin cambiar de sitio con su movimiento de cabeza hacia la tierra y hacia el cielo, y se abrazaban, y se codea-Dan y en la tienda de Anatemo enrojecían y pedían más aguardiente y nuevas apuestas desfilaron en sus borracheras y hasta llegaron a pensar que quizás serían mejor que las burras, pero no le encontraron hueco ni suavidad, pero siguieron discutiendo sin saber si era bestia o no, callándose para aplaudir aunque les faltara el rugido de los árboles cerrados en las noches de tormenta y el grito de los simios y el aullido de los búhos en las otroras noches de silencio. Ahora, un ruido constante los invadía, un ruido equidistante y que recordaba en sus sueños el casi indescifrable movimiento de cabeza y la largura de sus colas.

El catire no daba explicaciones, debían creer en él, él los liberaba de su barro negro, por eso las bestias, si, decían en el bar de Anatemo, por esos las bestias que chupan, que chupan el barro negro, y desde entonces las llamaron las chupadoras, inofensivas chupadoras, benditas pues en sus colas corría el barro insoportable que se escondía debajo de las raíces de las cosechas perdidas, para irse, para liberar el centro de la tierra y cambiar el clima y ahuyentar las pestes y el hambre y la miseria que corroía las entrañas y el llanto de sus sueños.

Las bestias rodeaban Agua Clara y ya desde el corral de Bonifacio se podían ver el movimiento constante que picaba en la tierra y no tardó mucho tiempo Rara que desde la calle principal se pudiera ver el fondo un subir y bajar inalterable marcando el principio de nuevos tiempos, como si fuese el péndulo del reloj que nunca llegó a la población. Las colas iban creciendo en talla y en cantidad, bifurcándose, entremezclándose, ramificándose y fundiéndose en grandísimas colas que se alejaban de Agua Clara como un grito de victoria pronunciado en la lejanía del vómito de sus gargantas mohosas de negro y barro viscoso.

El catire no se dejaba ver en el pueblo y, sin que nadie supiera cómo, por estar entretenidos en el llegar de las bestias chupadoras, construyó al lado de agua Clara un espejismo. Fue Dolores, la cuñada de la esposa de Bonifacio quien lo vio primero y corrió por la calle de Agua Clara gritando y entró al bar de Anatemo con los ojos desorbitados, balbuciendo palabras que nadie comprendió hasta que llegaron a burlarse de ella. oro era verdad al lado de Agua Clara había aparecido un espejismo, una especie de ciudadela de otro mundo donde no se oía más el zumbido de los zancudos, ni se sentía el sopor sudoroso de los árboles bajo el sol, ni la canícula reventaba las venas resentidas de los perros derrengados, ni la lluvia parecía conocer aquél lugar de verdes tenues, de colores repujados en tintes claros, con nubes pegadas con goma incolora a un cielo resplandeciente, ni la jungla, ni el roer de los tigres, ni la maleza devoradora. Especies de casas pintadas en el fondo de prados recortados por animales metálicos, con flores pequeñas raras, con animales salidos de peluquerías, y con gentes desconocidas, con gentes a los ojos sin color y al pelo transparente, que descuartizaban la lengua sin que nadie pudiera comprenderlos, pareciendo que soñaban, paseándose y con una especie de satisfacción de sentir el olor de la selva cercana subiéndose lejano y sin peligro de ella, oyendo el rugir del río sin temer sus desbordadas, viendo sobre todo, mirando sobre todo, ensimismados, a los lejos, alrededor, los grandes animales, las chupadoras, con una delicia frágil en sus ojos enmelozados, como si el barro que corría en sus colas fuera pare ellos un dulce néctar que se deslizara en sus gargantas resecas de un oro otrora soñado.

 

 

 

 

 

MARÍA ROSA

 

Después de haber desamarrado y descolgado María Rosa de las cuatro esquinas del cuarto, los hombres del bar de Anatemo la colocaron en una silla y la dejaron con su mirada perdida al frente, con los ojos grandes abiertos como si estuviese mirando un espanto, recordando quizás o repitiendo en su mente los alaridos que dos días antes emítiera con tanta fuerza, a causa de la partida inesperada de su hijo. Los vecinos de Agua Clara y hasta los jornaleros que daban machete adentro de la selva habían acudido para ver qué sucedía y habían decidido atarla de sus cuatro extremidades y colgarla de las esquinas del rancho, igual que el día del parto, tiempo atrás, en que tuvieron que abrirle el vientre, desde la vagina hasta los senos, para sacarle el hijo que crecía hasta dentro de sus brazos.

En la silla se quedó sentada hasta el día de su desaparición, tiempo después, aunque su silla hubiese recorrido más de lo que sus piernas hubieran podido. Así permaneció, rígida, con sus manos colocadas sobre los muslos, con el torso recto, tocando apenas el respaldar, en una última expresión de dignidad, mirando al frente y con la boca entreabierta, para que pudiese digerir los insectos que entraban a buscar el poco de melaza que cada día Flor, la muchacha que estaba encargada de vaciar sus desechos y sacarla media hora al sol por día para que no se enmohosase, le ponía en la punta de la lengua.

Fue así que sus trenzas negras crecieron marcando el paso de sus años como dos culebras penitentes regadas con lágrimas calientes y sonidos guturales que repetían aquél timbre de lechuza, formando bultos de pelo que se removían cada vez que Flor la sacaba al sol y se amontonaban de nuevo, con vida propia, una vez que la dejaban quieta.

Más tarde, después de los sucesos que vinieron a transformar Agua Clara con la llegada de las chupadoras y de lo que Dolores llamó un espejismo, que no era más que el pueblo artificial que crearon los nuevos venidos, las gentes del caserío se reunieron en el bar de Anatemo, maravillados por el progreso venido, y proclamaron unánimemente que todo el bien que podría pasar por aquél lugar, cuna del polvo y del paludismo, era gracias a María Rosa, cuando decidió por divina gracia venir hasta el caserío, huyendo de la deshonra que podía correr en Tres Bocas, para fundar con José Eustaquío, el hermano de Anatemo.

Su venida, que había sido anunciada por un torbellino de zancudos que levantaron en vilo el caballo pintado del negro Nepomuceno, fue el principio de todos los hechos insólitos que sucedieron en Agua Clara y que, según sus gentes, continuaba con ese halo de progreso insospechado. Para que éste no se extinguiera, decidieron proclamarla patrona del pueblo. Jacinto fue el que dijo que una patrona debía estar muerta para eregirla y hacerle estatua, pero que María Rosa, aunque inmóvil y sin dar señas de vida otro que sus espasmos bocales, estaba viva. Por tanto no se podía hacer una estatua de ella, cuando estaba ahí, cuando podía ser que ella misma, en carne y hueso, fuera colocada sobre el pedestal con nicho, bastante alto, para que todos la vieran a la entrada del pueblo, pudiendo honrarla públicamente y hacerle homenaje popular. Todos aprobaron unánimemente y los hombres del pueblo se ofrecieron a construir el pedestal en piedra, pegado con una mezcla de sangre y bosta de vaca, encima del cual se construyó un nicho que miraba hacia el norte. En gran ceremonial, con la asistencia de todos los personajes del pueblo y hasta de Anatemo quién cerró su bar para ir, como jamás tenía costumbre de hacer, se transportó a María Rosa desde su rancho hasta la salida del pueblo, sobre su silla puesta en andas y dos filas de niños, a lado y lado, que cargaban sus largas trenzas.

Unos meses después fue la misma Dolores quien llegó de nuevo gritando al bar de Anatemo, con los ojos desorbitados, tirándose las mechas y botando una especie de espuma blanca por la boca, cayendo de bruces bajo el mostrador igual que cuando anunció el espejismo, haciendo que muchos salieran corriendo hacia la calle, sin esperar siquiera que se recuperara para contar lo que todos se suponían que había visto. Fueron hasta la salida del caserío, bajo el pedestal de María Rosa, se adentraron en la selva hasta el lado de las chupadores, y volvieron sin haber visto nada, preguntándose si no sería si esta vez la Dolores estaba loca.

Duro más de una hora en el sopor de sus babas y en el delirante voltear de sus ojos hasta que se levantó repentinamente sin recibir la ayuda que le ofrecían y con una voz hermética, con sonoridades de un tigre en celo, dijo trágicamente "ya viene, me lo dijo María Rosa". Sin decir más, con la misma actitud con la cual pronunció sus palabras, salió del bar de Anatemo mientras el pánico y las caras interrogantes la miraban salir erguida con una especie de decisión preconcebida. Uno a uno salieron detrás de ella pues comprendieron que no era de su boca que sabrían lo que había sucedido.

En la calle las mujeres que espantaban los marranos y que se ventilaban con ramos de hojas secas para ahuyentar el calor, siguieron los hombres sin decir palabra y fue cuando una especie de cosa se aposentó sobre Agua Clara, una cosa de silencio pues hasta los perros dejaron su ladrar eterno y las gallinas su cacarear sin fin y los marranos sus berridos y los niños su llanto desolado, para seguir con el ruido de nada de la procesión general que encabezaba Dolores, hacia la salida del pueblo, callando hasta los pensamientos osados de algunos de que tampoco es para tanto, que esa está loca, sin pensar, hasta llegar al extremo del pueblo y verla dirigirse sin hesitar al pedestal de María Rosa y acuclillarse al pie, mirando siempre hacia el norte, con los ojos extremadamente abiertos para no volverse a mover, para quedarse estática, como muerte, sin siquiera Poder percibiese si respiraba o no, y todos se acercaron a ella y pasaron sus manos por delante de sus ojos sin despavílarla Y Pusieron un espejo delante de sus narices sin que lo ahumara, y trataron de preguntarle sin obtener respuesta.

Entre la multitud la primera fue Filomena, la matrona propietaria de los abastos quien lanzó un grito y exclamó "Milagro, es también una santa», María Rosa la debió convertir", para que todos cayeran de rodillas en derredor y comenzaran a rezar el rosario en acción de gracias. La romería duró toda la noche y tres días más, hasta que terminó con un baile general en la calle principal, y don Anatemo ofreció bebidas gratis al final de las festividades y todos los hombres, borrachos, prometieron hacerle otro nicho. En los tres días de algarabía general, de descontrol público, de bullicio sin límites, ninguno se percató de lo que sucedía en los alrededores de Agua Clara, ninguno pudo saber si habían ruidos diferentes o si lejanos martillados perturbaban el silencio normal del caserío, todos enrojecidos hasta olvidaron la causa de su fiesta, y muchos en medio de la ebriedad pasaron delante de ella sin remarcarla, mientras gritaban viva Dolores, viva María Rosa nuestra santa patrona.

Nadie se percató de lo acontecido. Pero en los ojos de Dolores todo se repetía incansablemente, pudiéndose ver desde afuera lo que ella recordaba, la imagen que primero la perturbó cuando María Rosa se inclinó hacia adelante de su nicho e indicándole con el brazo extendido hacia el norte te dijo, cuando ella pasaba hacia el río para lavar la ropa, con una voz dulce "ya viene", retrocediendo de nuevo, colocando sus manos sobre sus muslos y mirando hacia el norte, como si jamás se hubiese movido, sin haber roto las telarañas que crecían entre su cuello y sus hombros, entre sus brazos y sus piernas Después otras imágenes pasaban, pero nadie hacía atención, nadie miraba al interior de sus ojos y los solos que la remarcaban en medio de la euforia general eran para pedírle favores, sin osar mirarla de frente, para que intercediera ante el más allá.

"Así tenía que suceder?', le repetía la tía Eufemia, como todos llamaban a la mayor de las seis hermanas solteras de Dolores, dirigiéndose a ésta en una interminable plegaria donde le repetía lo que desde su infancia te había dicho cuando su madre, que en paz descanse, le había dejado el fardo de educar sus hermanas menores preservándolas de¡ vicio y la prostitución. Mientras la tía Eufemia le arreglaba los pliegues de¡ vestido le seguía conversando a Dolitas, como ella la apodaba cariñosamente, en tanto que la romería circulaba enardecida de euforia y aguardiente. 'Tanto que te previne Dolitas, tanto, pues siempre con esa manía de exagerar que tenías, para que llegaras a ésto, y nuestra madre que Dios la lleve en su seno que me dijo "Eufemia guíalas por el buen sendero, te dejo siete hijas, siete flores para que las riegues en nombre de la virgen, para que las eduques como si fueran tus hijas", y ya vez Dolitas, la única que se casó fue Josefa con ese borracho de Anatemo, que siquiera fue con él pues a lo mejor con el negocito del bar se va a poder asegurar una vejez tranquila y eso que una nunca sabe pues con esos hombres, Dolita con esos hombres, pues fíjate que ayer le dió por cerrar el bar y hoy por invitar a todo el mundo, pues si pensara verdaderamente en tí se habría quedado al frente del negocio para sostener tu hermana, pero ahora se las ania con esas historias de que ya tiene dos cuñadas santas, María Rosa y tú, que lo único que le falta es que él se eleve por los aires y que uno nunca sabe y que yo que sé, que mejor prevenir que curar y dele al aguardiente, y yo con ese miedo pues el ejemplo que te va a dar a sus hijos, pero ni por esas, y no sé si tú sabes cómo el Nicadio aún no trabaja bien, pero Anatemo no hace caso, y además el Beníto, que mí Dios me lo guarde, con todas las locuras que comienza a hacer, pues Dolftas ahora le dió por rastrear enaguas como un perro mientras que la niña Rc>sita, la hija de don Roque y Ana, tú bien sabes, pronto será toda una mujercita y a lo mejor podrían hacer un ranchito juntos pero si le da por esas, ay mi Dios, seguro que hasta llegará a que el alcalde se interponga, tú sabes cómo son y más cuando se trata de hombres, pues fíjate que Míguel, el hijo del alcalde, también le gusta musa y claro, como ellos tienen más poder y además como María su esposa es cuñada de Herminia la tía de Rosa pues le hará fuerza, estando que Trinidad, la hermana más joven de Rosa es también tan simpática, pero no, el Benito no hace atención y el día de mañana se va a quedar con las manos vacías, sin el pan y sin el queso, y eso que ahora él puede aunque debería i e de Agua Clara para buscar mujer afuera, como es la costumbre, pero no quiere irse, que ahora aquí hay más oportunidades dice él, que aquí habrá más trabajo con la compañía como él la llama, que mi Dios lo ayude Dolitas, tú que estas ahora por allá, ayúdalo, que nu tra santa madre no pensó en la carga que me dejaba al pedirme de educar mis hermanas, pues uno continúa con los sobrinos y después con todo lo que sigue y eso sin haberme casado, nada, como yo me resigné Dolitas, tú, bien lo sabes, pues todos los pretendientes que tenía, aunque no lo creas, pero yo era una buena moza y hasta de más allá de Tres Bocas vinieron a pedirme la mano, pero ni el codo les di Dolitas, por ustedes, porque todas estaban pequeñas y en peligro.

Dolores seguía mirando el frente, sin despavilar, como si las palabras de su hermana y el ruido cada vez más desordenado de la fiesta de Agua Clara en su honor fuera apenas perceptible por sus oídos concentrados en las palabras que no cesaban de rep?tirse: "ya viene , ya viene... ", y con los ojos clavados al norte lo esperaba y lo veía venir, sin que nadie se apercibiera, sin que nadie lo esperara y en el espejo de sus ojos comenzaron a reflejarse especies de culebras gigantescas que se deslizaban sobre el suelo, corriendo, corriendo, echando humo por las narices y entrándole un terror que hizo que todo su cuerpo vibrara y un líquido blanco espumoso se des@ara sobre la vacinilla que habían colocado para sus desechos, como la habían hecho con María Rosa.

A ésta todos la habían olvidado ocupados con el milagro de Dolores mientras que ella sentada en su nicho, englutiendo las pocas telarañas que subían hasta su boca, habiendo olvidado colocarle la melaza de cada día, miraba al frente también con terror, viendo lo que se acercaba sin saber distinguirlo, ni saber qué era, esperando, como todos querían que hiciera pues allí estaba para esperar, para esperar siempre y dar la bienvenida.

La primera impresión que tuvo Dolores fue que lo que ella veía no eran más que las colas de las chupadoras que cobraban vida y comenzaban a moverse, como Eufemio había ya predicho y hasta advertido la población de Agua Clara, diciendo que esos animales, aparentemente tan inofensivos en su eterno picotear de la tierra, podían un día desplazarse y con el solo movimiento de sus colas arrasar completamente el cacerío y echar todos los ranchos el río en un instante. El se había subido sobre una tarima, al frente de le alcaldía y vociferando había hecho cundir en pánico con sus presagios. No había terminado de decir su discurso cuando la población en masa lo levantó de su estrado y lo montó en una mula amenazándole de que si volvía lo colgaría en el acacio de la plaza, para que no se espantara al pueblo con sus mentiras, y los niños gritaron cuando atravesó la calle principal para salir de Agua Clara "ELdemio el miedosa', como otrora se había llamado, por jugadas de¡ azar, el primer paria por causas casi similares aunque con circunstancias diversas, pues eran aún el principio de¡ pueblo, cuando Pedro Felipe Herrera y su esposa María Recuerdos Suenarosa habían venido desde más allá de Tres Bocas buscando tierras nuevas para fundar y habían tenido que enfrentarse a los indios para defender su parcela y el tal ELdemio, quien venía con ellos, había insistido para dejar el lugar y devolverse pues nunca podrían vencer. Desde aquél entonces la leyenda de Eufemio el miedoso se convirtió en el ejemplo que los padres exponían a sus hijos pues Pedro Felipe y María Recuerdos se habían instalado donde lo habían querido y habían derrotado los indios con la ayuda de¡ cielo, habiendo vencido el temor pues no era de hombre tenerlo y el que lo hiciera sería castigado con la expulsión, como habían hecho con el cobarde Eufemio.

Cuando Dolores creyó ver realmente las colas de las chupadoras entrar en movimiento, poco le faltó para levantarse de en medio de la multitud que la rodeaba y salir corriendo para salvarse antes de que arrasaran por completo la población. Fue entonces cuando se dió cuenta de su estado y vió a su hermana Eufemia al lado recitádole la plegaria de sus cuitas, y las velas que la rodeaban casi quemándole el vestido de santa que le habían colocado y las muletas y los escapularios y el dinero que le habían puesto a sus pies para agradecerle los milagros que ya había realizado. Se dio cuenta que era santa y se acordó de María Rosa quien debía estar encima de ella, soportando el derecho de ser venerada, olvidando las colas de los monstruos, tratando desesperadamente de mover un brazo, si tan siquiera un dedo se decía, quizás así podría prevenirlos, quizás así.

A la mañana siguiente, después de que todos habían caído vencidos por el cansancio de la borrachera, exhalando el sopor de¡ aguardiente y el peso de una nueva santa entre sus oraciones, un miedo apocalíptico los despertó, dejándolos a todos clavados en sus @os de sudor y desgano, sin atreverse a pensar, solo abriendo los ojos, al unísono, delante de una aparición entre la paja y el zinc de¡ techo de cada rancho, asociando en su mentes el espectáculo de la víspera y los presagios que todos resentían sin que nadie se atreviese a reconocerlos, mirando todos al tiempo por los ojos de Dolores y María Rosa, sin mover un dedo, sin suspirar, sin manifestar la vida que se les iba con el estruendo furioso que los masacraba en sus sitios de tumba y reposo.

Fué así como la vieron pasar y muchos creyeron verse señalados como parias de nuevo con el grito de los niños detrás, miedoso, miedoso, sin que nadie pudiese impedirlos de creer que sí, eran las colas de las chupadoras las que cobraban vida, y todos esperaron junto al temblor de sus compañeros de cama ver el rancho desaparecer en un instante, sentir la ráfága de¡ monstruo que los eleva por el aire y los echaba al río sin consideración, sin pensar que tantos sufrimientos que hemos tenido y tantas gotas amargas de sudor que hemos pasado para tener el rancho y las vacas y los marranos, sin ninguna consideración, como lo decía la tía Eufemia de sus hermanas, ellas no consideran pues el dolor ajeno no nos enseña a vivir y más vale crecer en el retomo de los muertos que en el de los hijos como decía mi madre María Eufemia que desgraciadamente ustedes no conocieron, porque mi Dios bendito que era mujer íntegra y santa, que si ella estuviera en vida no se pasarían todas estas desgracias, pues como siempre le decía: "a las mulas se les enseña con rejo", con mano dura pero bondadosa nos educaba, al menos a mí, y se fué, virgen del Carmen, se fue para dejarme con esta carga, sin ninguna consideración como esas colas de las chupadoras, que hasta seguro Dolitas lo vió y antes de que la echaran del pueblo decidió morirse en vida, la pobre, y todos pensaron la pobre, esperando con el credo en la boca encontrarse en el fondo del río para ver lo que al fin deberían ver, pues todas las miserias, todas nos vienen desde arriba para que aprendamos a ganar el cielo y no nos llenamos de orgullo con las cosas de aquí, como el Anatemo, pobre Josefa, y para qué tener más marranos si de todos modos, ... El río, las chupadoras y el delirio general se volvió pesadilla y nadie supo si dormían o estaban aún festejando la locura de Dolores o habían pasado a un tiempo donde no era necesario moverse para ver lo que pasaba en derredor pues con sus pensamientos inmóviles lo vieron acercarse, sin inmutarse más, absortos por el desconocimiento de lo visto, dejándose llevar al ritmo metálico y pujante de lo que se acercaba sin asociarlo a nada, ni a un gusano ni a una serpiente, ni siquiera a las chupadoras, ni a un caldero de agua hirviendo ni a una fritanga ambulante, ni a un monstruo ni a nada, eso, crepitante, devorador de¡ tiempo y la imaginación, entre el mundo del sueño y el de la pesadilla, sin utilidad y sin usura, sin pregunta, imponiéndose como una realidad onírica, pasando, yéndose mientras recogía el temblor de todos los cuerpos, el aliento perdido y el alma despavorida de todos los durmientes despiertos para englutida en su ruido salvaje y fundida en su hoguera eterna, hasta perderse en los confines del río y la selva, quizás devorada por los animales enardecidos o desaparecida en la tierra movediza, dejando en la inercia y el reposo de un calor sin zancudos, de un sol perezoso, el pueblo de Agua Clara, quien no se levantó en los tres días que siguieron, sumergido en un espasmo general, raído en sus entrañas de personas con los ojos abiertos, desorbitados, sin mover una pestaña de sus cuerpos, esperando, con el aliento cortado, esperando.

Al fondo del silencio que por las calles como un alma en pena se oía claramente el rechinar estridente y sordo, acompasado y sin ritmo, de las chupadoras.

Antes las gentes habían tratado de identificarlo a los ruidos que les eran familiares para poder incluirlas dentro de su mundo selvático y poder temerles como era debido, como se le temía al tigre y se buscaba la manera de atacarlo para evitar sus emboscadas sangrientas, como se buscaba el árbol donde la danta se reposaba en las noches con sus piernas sin articulaciones para poder cortarlo a medias y hacerla caer para cazarla, como se acechaba la madriguera de la lapa para atraparla a su salida. Pero su ruido no era igual a los otros, pues ellos bien conocían el castañear de la cascabel cuando está lista para el ataque, o los alaridos de los simios cuando se reunían en bandadas para atacar la población, y éste era un ruido distinto, un ruido que salía del estómago de la tierra, un ruido de digestión incontrolado que parecía surgir de la copa de los árboles y del fondo de los arroyuelos, que parecía ser emitido de la boca de todas las fieras, un ruido que se distinguía de los otros en medio de una noche de selva y que se mezclaba con todos, hasta con el hablar @ticulado de las aguas turbulentas del río y las gotas de sudor de los jornaleros en el interior de la maleza.

Su llegada vino anunciada por Profesías de encanto y nadie levantaría un dedo en protesta para impedir lo que ellas cometerían, así no pudieran saber qué eran exactamente, ni si su presencia les inspiraba ese pánico secreto, ni si sus formas reforzadas de tomillos y tuercas, con sus cabezas gigantescas en un vaivén eterno y sus colas desmesuradas los sacaba del límite de sus asociaciones reducidas al contacto de una selva presente.

Vinieron porque el hijo de María Rosa las había traído, el hijo de la santa patrona, con el anuncio de un cambio radical, de un progreso sin límites pues él había encontrado la solución, él extraería de las entrañas de la tierra la causa de la sequía, ese barro negro como él decía, ese barro negro y vizcoso que se encontraba en el fondo de la tierra y ennegrecía las aguas y daba vómito a las plantas e indigestión a los animales, ese barro que oscurecía el cielo y producía las inundaciones, que daba el mal de beriberi y la cólera, que infestaba de gusanos a los niños y hacía mal parir a las mujeres, el que volvía raquíticas las cosechas e impedía que los hombres eyacularan, era ese barro el causante de la agitación de las brujas en las noches de luna creciente, de la esterilidad de los niños y de la @ra de las mujeres en celo, de la borrachera de los hombres y su @ de sangre, de la ferocidad de los animales de la selva y de¡ virus de soledad.

Nadie dijo no y raspándose las plantas de los pies con sus machetes aprobaron lo ya decidido y antes de que el tiempo se dejara pasar por aquellos lugares de olvido los animales gigantescos llegaron para cumplir su misión, y en los claros de la selva se irguieron convulsivos, con sus movimientos repetidos como se estuviesen tirando sin cansancio un gigantesco gusano de la tierra, picoteando, y sus colas se alargaron y se mezclaron con intercesiones de tomillos y tuercas y se fueron, lejos, entre la selva y el mar desconocido al sitio de sus orígenes, dejando escurrir en su interior el barro negro, el barro negro.

Todos creían, por eso las bestias, sí, decían en el bar de Anatemo, por eso las bestias que chupan, que chupan el barro negro, y desde entonces las llamaron las chupadoras, las bendítas, pues en sus colas corría el barro insoportable que se escondía debajo de las raíces de las cosechas perdidas, para irse, para liberar el centro de la tierra y cambiar el clima y ahuyentar las pestes y el hambre y la miseria que corroía las vísceras y el llanto de sus sueños.

Al cabo de los tres días se oyó un berrido de bestia degollada en medio de la calle y fue como el toque de sirena que desencantó los ojos inmóviles de toda la población. Con la fatiga de¡ que ha recorrido pedazos largos de tiempo en poca distancia, se levantaron con los rostros descompuestos, como figuras de periódico recortadas sobre el fondo metálico de los reflejos de¡ sol, los habitantes de Agua Clara. En silencio, portando velas en sus manos callosas bajo la canícula, se dirigieron a la salida de] pueblo y rodearon el pedestal de María Rosa y de Dolores, dejando la llama de sus almas compradas en un mercado que no tuvo lugar, continuando hacía la orilla de¡ río hasta rodear al nuevo ser aún humeante que parecía calmar su sed bajo el suplicio de los zancudos y el sol asfixiante de esa hora de mediodía.

No hubo exclamaciones, no hubo gritos, ni ojos de admiración ni espanto, ni rumores de congestión, ni beatitud, ni nada, ni vacío siquiera. Con las mentes situadas en ese sitio sin espacio vieron lo que habían visto venir y no se percataron siquiera de la presencia de María Rosa sobre su silla deslizándose entre la multitud mientras sus tren la seguían enrredándose entre los pies de los transeúntes sin expresión, ni de la presencia de los seres que vivían en el espejismo y que, diferentes de los otros, sonreían y levantaban las cabezas orgullosos con el signo de¡ reconocimiento, de la comprobación de algo visto y tocado, tocando el venido, acariciándolo casi, entrando en su interior con la impavidez de¡ que es dueño de su territorio, riendo entonces a carcajadas al frente de¡ mutismo general, asomándose desde adentro por agujeros de vidrio, sentándose en su interior, como recordando, pues aquello no era más que un recuerdo, un recuerdo de las llanuras lisas y los montes tranquilos, donde el pavor no existía, donde los presagios no venían acompañados de berridos estridentes de animales degollados por manos invisibles, ni las colas de los caballos se trenzaban en su galope desesperado las noches de luna llena cuando las brujas decidían divertirse, ni el tiempo era como una masa inerte, ni el sol era un castigo sino todo lo contrario, un objeto de entretención, un artículo de lujo para dar sombra a la claridad de sus cuerpos de leche, ni los animales un símbolo de¡ terror sino esclavos de gustos plácidos que ostentaban el título de sus mejores amigos, ni la vida era una modorra contagiosa sino una actividad frenética en lucha contra el tiempo mientras que aquí se sentaba al pie de los camastros a esperar que el sol bajara de su escaño.

Era la bestia de los recuerdos la que en aquél momento sudaba bajo la mirada oscura de los habitantes nativos de Agua Clara, de los habitantes sin recuerdos, mientras que aquellos subían y bajaban de la bestia, tocaban su piel metálica y sus patas como piedras de moler, aspiraban el humo de su hocico calcinante y dejaban escurrir de sus bocas una especie de nostalgia gelatinosa, dejando salir los recuerdos con formas de construcciones babilónicas donde las gentes se amontonaban apresuradas para contar el tiempo entre sus manos sin callos y extensiones infinitas de prados verdes los hacía sucumbir en un llanto seco. Muchos de ellos, ínconteníbles, se amarraron al interior de¡ animal para no salir de él, para volver en su retomo al recuerdo, y así, cuando varios pitazos sacaron de¡ abismo de soledad y de presente en que se encontraban los espectadores, el animal sacudió sus vértebras pujó con desgano y escupió humo y gárgaras negras, dejándose deslizar bajo el estruendo de sus piernas circulares, llevándose a los lacayos del pasado para volver incesantemente, y volver a partir, tratando de marcar un tiempo inexistente, trayendo cúmulos de recuerdos que se aposentaban en el espejismo y que continuaban a soñar, extraños al olor del orín de tígre y a las nubes abigarradas que amenazaban diluvio, lejanos de toda amenaza y ensimismados en la locura de su deseo, regalándose incesantemente de recuerdos y mirando con una delicia fulgurante a través de sus ojos de gato los monstruos del barro, las chupadoras, como si lo que era maldíción para los habitantes de Agua Clara fuera para ellos un delicioso almíbar que se deslizara en sus gargantas ambiciosas, soñando, imaginándose un futuro de delicias y soportando la visión de su presencia con el aliento de sus recuerdos que volvía sin cesar para llevarlos en su vientre mecánico, echando humo por su hocico, hacia el lugar de su partida, para traer otros recuerdos y otros hombres con los ojos sin color que esperarían soñando detrás de la barrera que los separaba de ese mundo insoportable untado de sol y zancudos a que el tren volviera para llevarlos de nuevo y traer otros, interminablemente, al ritmo que las chupadoras marcaban extrayendo el barro de sus delirios, alimentando más recuerdos y hasta futuros insospechados.

 

 

 

 

 

 

 

LA TIA EUFEMIA

 

A la primogénita de las siete hermanas Romero se la llamó siempre la Tía Eufemia aunque no tuviera sobrinos sino a la edad de cincuenta años, pues su hermana Josefa, quien fue la única de entre ellas que se casó, pensaba aún a los treinta y cinco años poder morir virgen, hasta que Anatemo Mora la violó cuando ella hacía un viaje de peregrinación a Tres Bocas para visitar a la Virgen Ramita, según lo había prometido a cambio de la curación de otra de sus hermanas, Socorro, quien había caído gravemente enferma.

Este incidente rompió una especie de encantamiento o quizás la leyenda que había creado en toda la región de Agua Clara hasta cerca de Tibú, más allá de Tres Bocas, sobre el hechizo que habían recibido las hermanas Romero para que ninguna decidiera casarse, siendo a cual más buenamoza, Antes de ellos Eufemia era desde ya denominada Tía, Tía Eufemia, primero por sus hermanas y luego por toda la población, lo cual no habla surgido por azar. En realidad Eufemia siempre conoció encinta a su madre quien, según lo que se contaba en Agua Clara, jugaba al cara y sello con sus partos pues uno sobre dos embarazos eran mal llevados a término. Fue así como al cabo de catorce partos solo quedaban siete mujeres en vida y siete varones muertos, junto con la madre María Josefa, quien no soportó el último y se quedó rígida con las piernas abiertas en lo alto y con el feto a medio salir, debiendo construir para su ataúd una caja cuadrada donde debieron depositarla como murió, con la boca abierta y dos lágrimas, que nadie pudo limpiarle, pegadas en sus mejillas.

La fatalidad de esta serie ininterrumpida de nacimientos y muertes dió la idea a Eufemia María, la madre de María Josefa, de dar los nombres que llevarian toda su vida sus nietas. Cuando la primogénita nació se la llamó Eufemia, como su abuela según la costumbre, pero sin el María para distinguirla. Después de ella vino el primer varón quien nació muerto con los ojos abiertos y a quien se bautizó rápidamente con el nombre de Nicadio, igual al abuelo materno. Después de ésto nación una niña en perfecto estado de salud y a quien se la llamó Consuelo, pues era el consuelo que venía para la madre desamparada.

Así continúa la serie llamando a los varones muertos como a sus ascendientes masculinos y a las hembras que quedaban vivas con los nombres de Piedad, para pedir piedad al cielo por la mala suerte de María Josefa, Socorro para pedir ayuda a la virgen, Auxilio como un último grito de desespero delante de todos los santos, Dolores como constatación de los dolores sufridos por la madre María Josefa quien repetía "si Dios continúa a enviarme hijos, yo estoy sobre la tierra para tenerlos", y la última, Josefa, a quien la llamaron como a su madre pero sin el María para distinguirlas.

Después de ella vino el último retoño varón a quien no bautizaron pues al tiempo del parto murió su madre María Josefa, cansada de echar varones muertos y quien decidió morirse con el último entre sus piernas, sin dejarlo salir completamente, para irse a vivir en su mundo y poder educarlo como Dios manda, pues Eufemia, la mayor, era desde ya capaz de llevar las riendas del hogar.

En realidad desde hacía bastante tiempo Eufemía dirigía todos los quehaceres de la casa mientras su madre permanecía en la hamaca inflándose y desinflándose como una balón de aire bajo el capricho de Benito. Desde que tenía siete años Eufemia aprendió a cocinar, para lo cual tuvieron que cortarle las patas al fogón de leña y bajar los estantes de la cocina para que estuvieran a su alcance. Su padre Benito trabajaba como jornalero y por ello no atendía a los múltiples problemas que se presentaban en el rancho, levantándose en las mañanas antes de] alba cuando ya su hija Eufemia le había preparado una taza hirviendo de café negro, un cocido de yuca y plátano negro, ensillando al amanecer la mula para ir hasta la parcela donde jornaleaba hasta la caída de¡ sol. Cuando volvía, desrengado por la fatiga, pasaba por el bar de Rito, tío político de su mujer y compadre suya por se padrino de bautizo de Consuelo, donde entre cerveza y cerveza dejaba salir la ira que sentía por no tener hijos varones, aumentando con el tiempo, hasta la época en que no volvía a pasar por la casa de su mujer sino cuando ésta estaba en celo y luego desaparecía hasta el entierro de¡ próximo varón o el bautizo de la próxima hija. Eufemía, desde que comenzó a cocinar a los siete años, trataba de calmar la furia de su padre y se esmeraba en hacer los mejores cocidos que él jamás hubiera probado para que se quedara en el rancho. Cuando él se iba por un tiempo ella continuaba imperturbable con su ritmo normal, preparando el desayuno para el amanecer, como si él estuviese allí, y cuando él volvía ella no daba señas de disgusto o de enojo sino que servía con una sonrisa discreta en los labios y una llamarada de pasión en su rostro por ese hombre delgado y enjuto, que tenía los pómulos salientes y la piel curtida por el sal, fibroso y amarillo, los ojos aindiados bajo el sombrero de paja siempre incrustado entre sus sienes, su camisa raída y sus anchos pantalones con olor de mula fatigada. Raras veces se vió a Eufemia disgustada o alegre, siempre tenía una especie de sonrisa anciana en su boca, una sonrisa neutra que bien pudiera ser la de un llanto contenido o la de una carcajada extraordinaria.

Cuando su madre estaba en los primeros meses de embarazo, los únicos en los cuales era activa aunque con un cansancio visible en sus movimientos, Eufemia tomaba una dócil actitud de hija, hasta cuatro o cinco meses después cuando ella recogía de nuevo las riendas de¡ hogar al tiempo que su madre caía postergada bajo el peso de¡ nuevo vástago. Ella hacía que a María Josefa no le faltase mientras duraba acostada en la hamaca con un leve quejido permanente entre sus labios, que sus hermanas menores tuvieran la atención necesaria, que los marranos, perros y gallinas que circulaban en el rancho estuvieran siempre alimentados. Pronto aprendió también los tejemanejes de¡ parto y ya para el nacimiento de Dolores, cuando tenía solamente diez años, fue ella quien asistió a su madre como partera, le preparó las compresas para colocar en su vientre, desinfectó las tijeras para cortar el ombligo, como lo había observado con precisión en todos los casos precedentes, limpió la recién nacida y la envolvió en los pañales mil veces ya usados, que había lavado con esmero y hervido durante un día en agua y lejía. Luego de tenerla lista la llevó a su madre quien esperaba la noticia de tener un varón vivo aunque sabía lo inevitable pues el parto anterior había sido un cadáver. María Josefa la recibió con la misma sonrisa dejada y dolorosa mientras Benito bramía de rabia en un rincón, aún borracho, después de nueve meses de haberse desaparecido y enviando solo recados con Filomena, la hija de Rito, para dar noticias suyas y dar un poco de dinero.

Benito esperó en la casa el tiempo necesario a que su mujer estuviera lista y delante de sus hijas y sobre todo Eufemia quien miraba horrorizada, obligó a María Josefa a levantarse el vestido y recostarse en la hamaca con las piernas abiertas en el aire haciendo creer por un momento a Eufernía que su madre iba a parir de nuevo sin estar gorda, mientras él se desabrochaba la bragueta y mostraba su sexo en erección, haciendo que Eufemia y Consuelo lo miraran asombradas de ver por primera vez ese pedazo de escoba, como ellas lo llamaron más tarde, entre sus piernas, con color de piel, mientras María Josefa lloraba y decía las niñas, las niñas Benito"- y él, tambaleante de ebriedad respondía las niñas al carajo, lo que quiero es un varón, un macho"- mientras se aproximaba a ella y buscaba entre sus piernas para poder penetrarla, haciéndolo, mientras ella suspiraba, pareciendo asfixiarse y haciendo que Eufemia le_trajera compresas de agua y las colocara en su frente, mientras María Josefa la agarraba desesperadamente por las manos y con una voz ahogada les decía "váyanse- váyanse", pero Eufernía no se iba, la apretaba con fuerza mientras Benito, de pie, parecía cabalgando sobre una mula salvaje, con los ojos cerrados y exhalando un tufo de aguardiente, repitiendo entre dientes "un macho, un macho como yo"-, embistiendo a María Josefa quien gritaba ya y mordía la falda de Eufemia quien permanecía impertérrita, con su sonrisa a medias, con una mirada de horror y odio por esa bestia de hombre que martirizaba a su madre, removiéndole la escoba en el interior, sollozando en silencio, sin saber lo que sucedía pero temiendo por los gritos de su madre, hasta que él emitió un rugido y abrió los brazos y se golpeó con los puños en el pecho y cerró los ojos como si una culebra lo hubiese picado, quedándose un instante en esa posición de victoria, al tiempo que María Josefa lloraba con quejidos cortos y convulsivos, y luego se retiró de ella, con una baba que se escurría entre sus piernas, haciendo creer a Eufemia que él le había dejado el pedazo de escoba dentro de su mamá y que eso le debía doler mucho, acercándose a ella y urgándola para ver si se lo podía extraer, mientras él salía de¡ rancho a tropezones gritando "y que esta vez no falle Marijo", como llamaba a su mujer cuando estaba iracundo.

María Josefa continuó sollozando y Eufemia le preparó en un momento una taza de café hirviendo haciéndosela beber de un solo sorbo mientras le decía, como si en un instante hubiese podido comprenderlo todo: "esta vez lo sacaremos vivito y coleando mamá". Desde ese día Eufómia no tuvo descanso, obligó a María Josefa a quedarse acostada desde el primer día, dándole zumo de frutos todo el tiempo como se lo había recomendado Recuerdos, la tía de María Josefa, quien era la antigua partera de Agua Clara. La frenética actividad de Eufernia se sentía por todo el rancho, viéndosela pasar por todos lados con un vestido ahumado que ella misma se había hecho con pedazos de costa¡, saliendo ella misma a vender los marranos cuando había cría y estaban gordos, echándoles el maíz a las gallinas para ver si ponían más huevos y podía venderlos, enseñando pacientemente a Consuelo y Piedad a hacer los quehaceres de la casa sin obligarlas, obligando a Auxilio a tomarse la sopa y dejar de tirarle la cola a los perros para que no la mordieran, enseñando a caminar a Socorro y dándole el tetero a Dolores pues María Josefa no podía amamantar a sus hijos visto el estado en que quedaba. Nada se le pasaba, siempre con su sonrisa particular entre los labios, sin jamás levantar la voz, sin gritar cuando se enfurecía, ni pegarle a las menores cuando hacían travesuras, ni rabiar cuando los perros entraban en la cocina y robaban el último pedazo de carne oriada o cuando hacían sus necesidades en el cuarto de María Josefa. Eufemia se pasaba también largas horas hablando con su madre, cuando le daba de comer o cuando la limpiaba, pues le impedía cualquier movimiento. María Josefa trataba desde su hamaca de enseñar a Eufemía todo lo concerniente a la dirección de una casa y a la educación de sus hermanas, quienes veían raramente a su madre para no molestaría. Así María Josefa creía dirigir aún el hogar, y Eufemia la tenía al corriente de todo lo que pasaba, hasta de lo que los marranos comían y del progreso que hacía Socorro para hablar. Fue así como ésta, no teniendo oportunidad de decir "mamá", pues Eufemia le prohibía que así la llamase, y no pudiendo decir su nombre por ser muy complicado, terminó por llamar "tía" a Eufemia, apelativo que la satisfizo pues le daba una cierta autoridad y una cierta categoría con respecto a los demás. El uso de tía se hizo corriente para Socorro y luego Auxilio, quien ya tenía cuatro años de edad cuando comenzó a llamarla así, hasta que Consuelo quien era la última que se abstenía de optar este título para su hermana, apenas mayor que ella, terminó por aceptarlo cuando al regañar a Auxilio quien molestaba a los perros le dijo - " si la tía Eufemia te ve ... " - y se quedó con las palabras en la boca, oyéndose aún -"si la tía pues sabía que Eufemia la había  oído desde la cocina y decidió aceptarlo, como más tarde aceptó muchas cosas. Fue en este momento que el apelativo de Tía Eufemia se oficializó y así se la llamaría hasta su muerte a esa mujer de diez años que corría con la sonrisa en la boca, con un caldero de agua hirviendo para espantar los gallinazos que venía a robarse la comida de los cerdos. Desde aquel momento, cualquier duda que pudiese quedarte a Eufemia sobre su autoridad desapareció. Cogió así el aire de "Tía" y hasta Maria Josefa quien se divirtió el primer día que oyó llamarla así por Socorro, terminó casi por creerlo cuando la oía contarle todo lo que sucedía en el rancho, casi creyendo que era su hermana y no su hija. Fue de esta manera como se tranquilizó completamente y poco a poco se desentendió de todos los trabajos del hogar para consagrarse a la preparación del nuevo parto con todas sus fuerzas, segura de que sería un varón aunque temeros a de perderlo de nuevo.

Pero el nuevo embarazo parecía llegar a buen término pues María Josefa no tenía los presagios y las pesadillas como en los anteriores, cuando esperaba varón. "Creo que esta vez irá bien Eufemia", -le decía su madre- "y tu padre volverá" pues aún se había acordado del sueño que había tenido cuando esperaba a Nicadio, en el cual ella se encontraba acostada en su hamaca, riéndose con Benito, mientras hablaban de que el primer hijo varón que tendrían lo enviarían a Tibú cuando fuera grande para que viviera con la gente civilizada y de golpe ella sintió las contracciones en el estómago y riéndose le dijo a Benito, "ya va a salir, se va directo para Tíbú»-, y antes de que terminara la frase una gallina salió de su vientre y aleteó y se posó sobre el dintel de la puerta y comenzó a cacarear mientras Benito buscaba una escoba para matarla y María Josefa le gritaba - »No Benito, son así los que van para Tibú »- hasta que se despertó sudando y llorando y supo que su hijo no vería nunca la luz aunque naciera con los ojos abiertos como así sucedió.

Cada vez que María Josefa esperaba un hijo varón, por las noches las pesadillas la horripilaban y la dejaban exangüe en su hamaca, sin atreverse a decir lo que presentía, esperando nueve meses en silencio para parir un cadáver. Pero esta vez los sueños no venían y ella creía que quizás sí, quizás nacería vivo y Benito la reconocería como la madre de sus hijos y dejaría de decirle como él le decía -"lo que tu quieres es que el apellido Romero se acabe, en este pueblo de Herreras"-. Por ello se preocupó en no moverse y de prestar más atención que nunca para echarlo intacto al mundo. Pero al cabo de ocho meses y veinte días sin pesadillas se despertó en medio de la noche con un ruido extraño, como un aleteo gigante y vio una especie de mariposa enorme, negra, negra pegajosa, tan grande como un ave de corral, encima de su hamaca y se quedó inmóvil, creyendo haberla parido también, sin mover un sólo músculo de su cuerpo, con el horror marcado en sus manos crispadas que halaban los extremos de la hamaca como para desprenderla de sus goznes y sintió entonces las contracciones antes de tiempo, o ya no se acordaba y supo que venía, y supo cómo venía, teniendo apenas el aliento de gritar Eufemia quien antes de que su nombre hubiera terminado de decirse estaba ya a sus pies y sabía qué pasaba y había encendido el fogón para calentar el agua y hacer las compresas, estando por todas partes al mismo tiempo, en silencio, teniéndole las manos a María Josefa, abriéndole las piernas y removiendo las compresas de agua, buscando los pañales que ya tenía listos y espantando los marranos que querían entrar en la pieza, calmando a los perros que comenzaban a ladrar desesperados, diciéndole a sus hermanas de acostarse de nuevo, que no era grave mientras ayudaba a empujar en el vientre de su madre y le secaba las lágrimas y le metía una tusa de maíz en la boca para que no se mordiera la lengua y pudiera hacer fuerza, secándole la frente y sabiendo lo que ella esperaba y lo que debería salir, hasta que salió, con un color de verde muzgo sobre toda la piel, la cabeza enjuta pegada al cuerpo y aún algo quedaba adentro, algo más, como otra cabeza, hasta que logró sacarlo y vio que era un testículo inmenso, y sin decir palabra ni cambiar su sonrisa singular lo envolvió en los pañales, limpió a María Rosa (María Josefa) y le dijo duerme un poco, necesitas descansar, llevándolo a la cocina, buscando entre los cuchillos el que servía para capar el ganado, cortándole el testículo y metiéndolo en una olla con agua sobre el fogón, limpiando el niño y amortajándolo de una vez con los pañales, metiéndolo en una caja de cerveza, como habían hecho pata enterrar a los otros, preparando una infusión de hiervas para su madre y yendo a acostarse, sin alterarse, al lado de sus hermanas.

Al día siguiente, apenas el alba despuntó, Eufemia fue al bar de Rito para buscar a su padre antes de que se fuera a jornalear y le dijo -"hoy te invitamos a comer esta noche"-, dándole la espalda y caminando delante de su vista espantada, preguntándose qué pasaría si todavía faltaban diez días para el parto, viendo a su hija caminar erguida, con una decisión imperturbable, entre sus harapos de tela de costa¡, con el aire cadente de una matrona entre su cama de niña.

Eufemía no perdió el tiempo. Al llegar a su casa convenció a su madre que debía levantarse, la ayudó a lavarse y le dijo qué debía hacer como si nada hubiese pasado, como si jamás hubiese tenido un hijo, yendo con ella en silencio, antes de que las hermanas pequeñas se levantaran y enterrando al recién nacido en el patio, bautizándolo ellas mismas antes de echarle la tierra con el nombre de Benigno, como el abuelo paterno. María Josefa obedecía sin responder, convencida de que Eufemia hacía lo mejor que debía hacerse. Cuando las pequeñas se levantaron, María Josefa estaba en la cocina tomándose su café y ayudó a Eufemia a vestir las menores y ella misma le dio el tetero a Dolores quien había comenzado a llorar cuando oyó los palazos de tierra en el patio a la hora del entierro. El día se pasó como si nunca María Josefa hubiera estado enferma, como si ella hubiera siempre estado presente y activa, mientras Eufemia tomaba una actitud dócil de hija, sin robarle el sitio a su madre pero haciéndolo todo como si no lo hiciera.

En el fogón el caldero con agua hervía con una bola de carne en su interior y Eufemia lo salaba y le echaba pedazos de plátano y yuca para que se cocinaran al tiempo. Al caer la noche Benito se presentó después de haber pasado por el bar de Rito, preguntándose qué pasaría en su casa, por qué lo habían invitado a comer, y decidiéndose en un momento hasta llegar un poco tambaleante, con la vaga idea de que quizás María Josefa había abortado, deteniéndose bajo el corredor de la entrada sin atreverse a entrar, haciéndolo hasta pasar por la pieza de María Josefa y luego al patio hasta llegar a la cocina, donde encontró a todas sus mujeres en calma, sonriendo, alrededor del fuego para espantar los zancudos de esa hora del crepúsculo, Su primera mirada fue hacia el vientre de María Josefa y un barboteo de palabras le salió hasta que pudo decir "¿Qué fue ?" a lo cual María Josefa respondió "¿Qué fue qué?"- y él entró en cólera y dio un golpe a los tablones que servían de pared y gritó ensoberbecido « ¿qué fue lo que pariste desgraciada7- mientras Eufemia lo miraba con una sonrisa de siempre y las otras niñas se protegían entre las piernas de su madre y en la falda de su "Tía", al tiempo que María Josefa, completamente calmada y fingiendo desconcierto respondía: ¿Parir qué?-, haciendo que el saliera fuera de sí y comenzara a gritar enardecido y cerrara los ojos y se diera golpes en el pecho y tratara de voltear la mesa mientras con los ojos inyectados de sangre y alcohol gritaba "¡no me vas a decir que no te preñé!" "no me vas a decir que ya no funciono Marijo!», desvaneciéndose en el suelo mientras trataba de sacar su sexo para mostrárselo a su mujer y sus hijas, no pudiendo, mientras Eufemia le colocaba un trapo con agua tibia en la cabeza de su padre dejándolo que se calmara, tomando a las niñas menores y llevándolas a acostarse, diciéndole a Consuelo y Piedad de que terminaran la sopa para que se fueran también a dormir y acompañaran a Socorro y Auxilio para que no lloraran.

Cuando Benito se calmó quedó completamente perturbado, mirando con ojos de idiota el vientre de María Josefa, sollozando a pequeñas sacudidas y diciendo palabras ininteligibles, pero sin violencia, como si no quisiera decirlas, entendiéndosele un leve "es que ya no funciono" entre frase y frase. Eufemia discreta y pausadamente le hizo sentarse sobre el banco y apoyar los brazos sobre la mesa ahumada y le dijo que se calmara, que debía comer algo, y sirviéndole en un plato un pedazo de carne cocida con plátano u yuca y él con desgano comenzó a comer y saboreando alcanzó a decir entre sus incoherencias "haces bien la carne Eufemia" y ella te respondió "esta carne no la hize y él continuó comiendo y pidió más y siguió comiendo hasta devorar toda la bola de carne, grande como una cabeza, que ella había puesto a cocinar desde el amanecer. Nadie supo lo ocurrido, ni jamás Eufemia se lo contó a ninguna persona, pues ni María Josefa se enteró y tampoco supo nunca que su recién parido había nacido con un testículo gigantezco, y ella guardó este secreto hasta su tumba, sin remordimientos, sin pena, sin orgullo, solo con una satisfacción de una venganza cumplida, haciéndole tragar el palo de escoba que él había enterrado en el vientre de su madre.

La historia volvió a comenzar pues Benito esperó rumiando en la cocina hasta que María Josefa estuviera lista, violándola delante de sus hijas. Eufemia estaba preparada y desde que él le dijo a su madre de levantarse la falda ella se colocó detrás de su cabeza y le tomó sus manos y le dijo al oído tranquila mamá, esta vez será una niña" y le limpiaba la frente cuando ella sudaba mientras los zancudos zumbaban aIrrededor y el rancho parecía sucumbir bajo las embestidas impetuosas de Benito quien hubiese querido fabricar un niño en el momento mismo, haciendo más alarde que nunca, gritando y botando una babasa por la boca como la espuma de un caballo cuando salta una yegua la galope. Al terminar Eufemia limpió a su madre y le dijo a su padre -"Dentro de nueve meses te llamaré"-, mientras él salía por el dintel sin puerta de la entrada. De esta violación nació Josefa y después de las amenazas de muerte que pronunció Benito y nueva violación con nueve meses consecutivos de delirio a la espera de un cadáver, María Josefa llegó al término de sus partos, En pesadillas sin descanso aparecía la misma escena en la cual ella paría a su marido Benito quien, una vez salido de su vientre se volteaba hacia ella y te decía no cierres aún las piernas y mientras cogía su sexo en erección con la forma de una igüana con la cresta como espinas de pescado y la penetraba haciéndola gritar a la entrada de cada espina, hasta que al terminar de entrar ella sentía cómo la boca de la igüana se abría y se comenzaba a devorar sus intestinos mientras él reía a carcajadas y tomaba aguardiente y sudaba y sudaba y ella se despertaba mojada de sudor con todo el cuerpo temblando y sentía su hijo moverse en su interior e imaginaba la igüana que la corroía, que la corroía,

La espera fuá larga e interminable bajo el sopor del clima y las horas de calor que no menguaban y el rugir del ruido que parecía clamar venganza, destrucción, y los ruidos de la selva que entraban en el rancho de silencio y parecían llamarla a habitar su mundo salvaje, su mundo de lucha y de muerte. En el transcurso de los nueve meses tanto ella como Eufemia sabían lo que sucedería al final y ella, María Josefa, hacía todos los esfuerzos inimaginables para poder dar las últimas instrucciones a Eufemia, hablándole de sus hijas que apenas podía ver entre en letargo de sus pesadillas, tratando de enseñarle lo que su madre Eufemia María, quien había muerto el año anterior de fiebre amarilla, le había enseñado antes de que ella se casara para que ella, Eufemia, le enseñara a sus hermanas. Al final de la espera se despidieron, Eufemia hizo venir a sus hermanas para que abrazaran a su madre y le dijeran adiós. Ella les habló calmadamente. les dijo que obedecieran a la Tía Eufemia como a ella misma, que se las dejaba como si fuera su verdadera madre. El día del parto Eufemia peinó a su madre con esmero haciéndole dos largas trenzas que luego enrollo en su cabeza como una corona, le colocó un vestido limpio y la ayudó a pujar hasta el momento en que vio salir la cabeza del niño, con una sonrisa en los labios y una tez lozana y te dijo a María Josefa "quizás éste sí" - y ella le respondió -"éste se van conmigo"- y apretó sus muslos y cerró su vagina sin dejarlo salir mientras su cara se congestionaba y dos lágrimas gruesas como gotas de cera salieron de sus ojos y se pegaron en sus mejillas, quedándose así, con las piernas en el aire, rígida, y el niño con la cabeza roja aún sonriendo.

Eufemia no dejó que sus hermanas la vieran, fuego llamó a su padre y le dijo "éste hubiera vivido pero tuvo miedo »-, Sin decir más le dijo que se fuera, que no tenía más que hacer en la casa ni por qué volver y llamó a Eulalio para que construyera una caja donde María Josefa pudiera entrar como estaba. En silencio, con Josefa en sus brazos y Dolores en los brazos de Consuelo, todas siguieron en entierro hasta la salida de¡ pueblo donde la colocaron al lado de su madre Eufemia María y de sus abuelos Pedro Felipe Herrera y María Recuerdos Buenarosa, los fundadores de Agua Clara, al lado de la quebrada de este nombre que desemboca sobre el río Catatumbo. El abuelo materno de las huérfanas, Nicadio Sepeda, viejo ya y disecado por una fiebre palúdica, vino después de¡ entierro a comer con sus nietas y les habló de su madre sin que nadie lo oyera, comenzando todas a vivir como sí el recuerdo de María Josefa fuera algo lejano y a la vez como si nunca hubiera partido pues Eufemia cambió al mismo tiempo de aire y tomó el aspecto de María Josefa, se vistió con sus ropas y calzó sus alpargatas y peinó sus trenzas como ella y no permitió que la llamaran de otra manera que tía, tía Eufemia.

La tía Eufemia tenía doce años en el momento de la muerte de su madre, Benito, su padre, a quien ella había prohibo volver, se desentendió completamente de sus hijas, jornaleando y bebiendo, buscando pelea en las noches de bar y siendo más de una vez herido a muerte. La tía Eufemia decidió entonces buscarse los medios para sobrevivir para no depender de nadie ni de su padre a quien nunca más quiso volver a ver y a quien nunca más vería sino el día en que vinieron a decirle, varios años después, que él estaba muerto, asesinado por una puñalada que le habían dado cuando había insultado a un forastero quien le había dicho lo que se decía de él, que no había sido capaz de tener un hijo macho, que quizás él no lo sería tampoco y Benito le había respondido que él se lo probaría si él era macho o no y sacó su machete y amenazó al forastero quien lo esquivó y le asestó una cuchillada en el vientre dejándolo en medio de la calle a merced de los buitres. Eufemia, con su sonrisa y su discreción, se encargó del entierro pero no lo dejó colocar al lado de su madre sino al otro extremo del cementerio.

Al principio los vecinos ayudaban en algo a la tía Eufemia para la manutención de sus hermanas, llevándoles bultos de yuca o de plátano, de vez en cuando animales que habían cazado o pescados que les sobraba. Pero la tía Eufemia no quería depender de nadie y de pronto construyó en el espacio que había entre la cocina y las piezas de dormir, donde antes corrían los marranos y los perros, una empalizada donde encerró los marranos y los puso a reproducir, echó los perros a la calle, concentró las gallinas y compró un gallo, cambió un marrano por una pareja de conejos y los encerró también dejando un poco de espacio para hacer una hortaliza que ella misma cultivaba con la ayuda de sus hermanas.

Desde el primer día de la muerte de su madre comenzó a hablar de ella como si fuera alguien remoto y a quien solamente ella había conocido y pertenecido. Desde entonces hasta su muerte se le oyó -"como mi madre decía- ", "como mi madre me dijo"-, robándole a sus hermanas el derecho a ser hijas también de María Josefa, tomando ella su lugar, inventando más tarde mil cosas y diciendo siempre -"como mi madre decía"- lo que, por repetición de¡ destino sus hermanas terminaron diciendo cuando hablaban a personas fuera de la familia y que se continuó diciendo aún después de su muerte en Agua Clara y fuera de allí, más allá de Tibú. - "como decía la tía Eufemia"-.

Desde que ella echó a su padre fuera de la casa su actividad frenética continuó igual a pesar de todos los acontecimientos que vinieron a perturbar la tranquilidad que quiso establecer en su casa sin hombres. A sus hermanas las educó con el recuerdo de un padre que no debió haber cruzado el dintel sin puerta de su casa y con la presencia permanente de los siete hermanos muertos a los cuales ella casó con sus hermanas precedentes, viviendo cada una con un fantasma y nombrándolos a la menor ocasión como si fuera el ángel guardián de sus vidas, encomendándose a ellos y hasta diciéndoles que ellas vivían doble vida pues ellos se había ido dejándolas solas y con tantas desgracias, haciendo de ellos imágenes de hombres perfectos como no existían sobre la tierra, inmolándoles a ellos su virginidad. Fue por ello que dijeron cuando Anatemo violó a Josefa que ésta no había sido protegida por su hermano porque éste no había alcanzado a nacer y no lo habían bautizado, apresurados por el entierro de María Josefa y que por ello Josefa no supo nunca cómo llamarlo en sus noches de cuitas, tratando de recordárselo con una sonrisa roja, como Eufemia se lo había descrito, entre las piernas de su madre, y que quizás por ello él no supo nunca cómo responderle ni preservarla,

Ni aún en esta vejación de su más sagrado deseo la tía Eufemia dejó su sonrisa vaga, como tampoco cuando hablé, años más tarde, a su hermana Dolores quien había enloquecido a causa de la llegada de¡ tren al pueblo mientras que todo el mundo creía que ella se había convertido en santa por gracia de la patrona de¡ pueblo, María Rosa, la cuñada de Anatemo. Tampoco se inmutó cuando vio el cadáver de Antonia, con su cuerpecito de hombre desnudo en la mitad de la calle, acribillado a puñalazos por el que quiso ser su marido, Beniciano Raimundo, creyendo que ella era mujer como así lo creía la Tía Eufemia cuando lo había recogido al perder la llamada Antonia su madre, a los siete años de edad, y llevando a su casa para que les trabajase como criada y que luego, con los años, se había vuelto la ahijada de sus hermanas sin hijos,

Ni dejó su impresionante actividad la Tía Eufemia cuando ya en los años de su vejez tardía trató en vano de alzar el pueblo contra la compañía petrolera, que en un principio todos habían acogido aturdidos por el progreso que parecía dar a ese lugar perdido en la selva y olvidado por la civilización, y que poco a poco los consumió en su Vorágine devoradora hasta destruir lo que una vez sin pensar su bisabuelo Pedro Felipe Herrera construyó al instalar su rancho en aquel lugar y darle por nombre Agua Clara. Tampoco dejó la impavídez de su rostro cuando en los años de su decrepitud, cuando esperaba solo morir, cumplió el último acto de misericordia para morir en paz al ahogar con sus propias manos a su sobrino doblemente nieto, Miguel, quien había nacido sin extremidades y que ella adjudicó a la venganza de su padre. Este, desesperado por no tener hijos varones con María Josefa, había violado a la hija de¡ mayordomo de las tierras de¡ gran propietario Bató, Ruperta, con la cual había tenido su único hijo varón quien fuego fuá el Alcalde de Agua Clara durante más de treinta y cinco años, quien se casó con una prima de María Josefa y tuvo un hijo quien se casó a su vez con la única sobrina de Eufemia, con la cual concibió al monstruo.

Después de ahogarlo, la Tía Eufemia salió caminando de¡ pueblo, que se había convertido en una pesadilla de camiones y hombres sin color y ruidos que corroían la tierra, hasta adentrarse más allá de los pozos petrolíferos con su paso de tortuga y curvada como un gusano, dentro de la selva, al sitio de la muerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDO MORA

 

La historia de Segundo Mora Romero fué como la de esos hombres que nacen con una marca indeleble en el cuerpo y que tratando de borrarla lo único que logran es aumentarla de tamaño y hacerla más evidente.

Cuando naciô sus padres Anatemo Mora y Josefa Romero, tan decepcionados estaban que prometieron sobre sus pañales mojados hacer de él lo que en sus vidas no habían podido. La decepción provenía del hecho que poco tiempo antes había nacido Yisus el que creían hijo del hermano de Anatemo Jose Eustaquio, y de Maria Rosa, quien había causado la sensación en el pueblo de Agua Clara y en todos los alrrededores, hasta depasar los confines de Tibú y el fin de la selva, a causa de su talla desmesurada al nacer con más de un metro de altura y un un color blanco como la leche, los ojos azules y el pelo de oro. Segundo era moreno como sus padres, medía lo que cualquier nacido en la selva y a no ser por la vivacidad de sus ojos amarillos y la extrema inquietud que inspiraba al mirarlo a los pocos días de haber nacido, no hubiera despertado más ilusión en sus padres que la que produjeron sus hermanos mayores al nacer, Nicadio, Benito Josefa Maria, quienes eran como ellos, y serían como ellos a excepción de Nicadio quien más tarde, omnibulado por la insólita diferencia de su hermano Segundo, buscaría los medios para cambiar su destino.

Segundo vivió siempre bajo la sombra de Yisus a pesar de creerse primos y de que Josefa lo hubiese siempre distinguido de sus otros hermanos y lo hubiese siempre considerado como los de "allende", como ella decía, pues su hermana, la tía Eufemia, la había educado siempre con el orgullo de provenir de más allá de los que los rodeaban, de allende las selvas y los territorios conocidos por todos, de más allá aún de donde habían salido algún día remoto los Herrera, apellido que corría en sus venas aunque no fuera sino en cuarto lugar. Solamente bajo esta suposición fue que la tía Eufemia se encargó casi desde su nacimiento de Segundo y se propuso educarlo como merecía un descendiente directo, aunque por línea materna, de Pedro Felipe Herrera y Maria Recuerdos Buenarosa los fundadores de Agua Clara, provenientes de tierras lejanas que hasta el momento no habían podido identificar y que se había convertido en una leyenda en este lugar perdido de la selva. Josefa, la madre de Segundo, desde que sintió que éste podría nacer, teniendo siempre la imagen de su sobrino político en la mente, pensó que su hijo iría allende, al sitio de sus orígenes.

Anatemo, el padre de Segundo, de la rama de los Mora, había jurado a Eufemia cuando le pidió dejarlo casar con su hermana, que su padre Nicadio Mora, nacido en Tres Bocas, era descendiente de los de "allende", lo cual fué el único argumento que hizo ceder a la Tía Eufemia para dejar casar a su hermana Josefa con "ese hombre" - como ella decía despectivamente - y convencida además de que el hermano muerto compañero de Josefa, por haber sido enterrado sin bautizo, aún entre las piernas de su madre, quien se quedó rígida cansada de tanto parir machos muertos, no la había preservado en su vida para que pudiese morir virgen.

En realidad, aunque Segundo creció bajo la sombra de Yisus, convencido de su parentesco cercano, quizás su vida hubiera sido otra si aquél hubiese sabido la realidad, es decir que Yisus no poseía ni gota de la sangre de los Mora ya que su padre no era Jose Eustaquío, el hermano de Anatemo, sino Sigismund, un extranjero que había violado a Maria Rosa Cifuentes sin que ésta dijera jamás, ni a su marido ni a nadie, de quién era el hijo que había parido con tanta dificultad. Fue por eso que Yisus caminó siempre por encima del origen que todos le asignaban, pues él se sabía proveniente de más allá de los confines de lo conocido por esa gente primitiva y selvática a quienes él detestaba en silencio mientras esperaba. Segundo al contrario, maravillado por la presencia cuasi espiritual do su supuesto primo, no dejó jamás en los instantes de su vida de llevarlo clavado en sus pensamientos, como un delirio, como una obsesión revuelta al olor de los cocidos de yuca y a las picaduras de zancudos, como un pesado tronco a cortar con el revés de su machete, tratando vanamente de imitarlo, de ser como él pues como él hubiesen querido sus padres que fuese. Por eso el empecinamiento de todos de que Segundo era como los de "allende", y Segundo iría allá y vería el lugar donde su sangre, tanto Mora como Herrera, había comenzado a correr por las venas de los humanos.

Mientras segundo crecía forzosamente algunos centímetros y su piel se curtía con los días de sol. Yisus crecía bajo la vista de los demás, su piel guardaba ese tinte de leche de cabra y sus ojos parecían agujeros a través de los cuales podía contemplarse el firmamento aún en días de tempestad. Segundo veía crecer a Yisus como si algo de él mismo creciese, veía cómo lo admiraban igual que si admirasen algo en él mismo y determinado por esta comparación permanente Segundo pasó su niñez y su pubertad con una pasión ciega que se desarrollaba en él por su dicho primo, una pasión de ser como él que lo martirisaba en sus noches de desvelo inaginándoselo amigo suyo, soñando que él, Yisus, venía en las mañanas riendo y lo llamaba a gritos desde la calle y él lo oía mientras dormía aún en el soberao de la casa, y bajaba las escalas de madera corriendo y atravesaba el cuarto de sus padres y salía por el bar hasta encontrarlo con su estatura gigantesca parado en medio de la calle, con su sombra que recorría todo el pueblo, con una sonrisa grande que lo acogía y una gran palmada en el hombro confirmándole su íntima amistad, saliendo juntos corriendo, a su ritmo, como si sus piernas fueran tan largas, yendo hasta el río y pescando juntos, siempre riendo, siempre dándose golpes en las espaldas y en los hombros, siempre con esa sonrisa en los labios y esos ojos color cielo fijos en los suyos, soñando él, Segundo, hasta que oía en realidad su voz con timbre de lechuza y con esa manera de hablar extraña, como si no hubiese nacido allí, como si hablase con dificultad la lengua de sus padres, en el bar de su padre Anatemo y oía la gravedad de sus palabras, sabiendo las cosas que lo ocupaban, la venta de los marranos, mientras que él aún se divertía a entrarse en la selva olvidando los peligros y los cuentos de horror que lo contara su tía Eufemia par¿ impedirlo que fuera. Pero jamás recibió la sonrisa esperada, ni el palmoteo en la espalda. Dos veces Segundo se atrevió a decirle, "¡qué calor!" y sólo obtuvo por respuesta una mirada vaga e imprecisa que atravesó el rancho de paja sin determinarlo.

Cuando Segundo pudo cargar dos bultos de maíz sobre sus hombros, sus padres consideraron que ya era hora de que trabajara, a pesar de que lo hacía desde que tenía menos de siete años, ayudando a Anatemo con el bar, batiendo el guarapo y oriando la carne. Anatemo lo envió como jornalero a la finca de Don Luis, para sembrar el maíz y recoger el plátano durante la época de cosecha, ganando la sopa de mediodía y un poco de dinero a fin de que, como le decía la tía Eufemia, pudiera economizar y hacer un poco de dinero para poder hacer su viaje hacia el allá. Segundo parecía desentendido de todo esto y en su mente solo revoloteaba la imagen del "catíre", como llamaban a su primo en Agua Clara, el catíre comiendo, el catire creciendo, el catire contando con tusas de maíz las crías de marranos, el catire urgando la tierra para sacar muestras de barro negro, el catire saltando las burras y haciéndolas rebuznar como ni el mismo Arcadias,el mejor montado del pueblo podía hacerlo, según se decía cada atardercer en el bar de su padre cuando los hombres apostaban para ver quién hacía gritar más su mujer o quien hacía rebuszar la burra del compadre Maximiliano.

Cuando Benito contó a su padre Anatemo lo que Segundo le había dicho sobre las burras y que no quería volver con él a traer la leña, Anttemo lo envió al rancho que quedaba entre los platanales a media hora a pie de Agua Clara, siguiendo el cauce del río, del cual Segundo había oído vagamente hablar en el bar de su padre mientras servía el guarapo a los jornaleros y unos decían "ayer pasé por los plátanos y maté dos zancudos"- - y otros- "yo la enterré tres veces sin guarapo", - y otros -, "la trenzuda me aruñó la espalda en el segundo, ". Segundo no comprendía las historias que se pasaban entre los platanales, como no entendia muchas otras cosas que se contaban los hombres de Agua Clara bajo el sopor del aguardiente y la chicha de maíz su padre se lo ordenó, él condujo la burra Petra con un bulto de sal y un bulto de maíz hacia el rancho adentro de la selva, sin saber si su padre lo enviaba para que saltara la burra 0 simplemente para descargarse de esa comisión. Al llegar cerca del rancho los perros salieron ladrando y él tuvo que tirarle piedras y gritar -"Vengo de parte de Anatemo"- para que alguien emitiera Un silbido y los animales desrrengados dejaran de lladrar y corrieran al ínterior, al tiem po que un ser esquelético, con una toalla enrrollada en la cabeza, como hacen las gentes de la selva cuando están palúdicos, se apoyaba en el tronco de la entrada y con a el brazo izquierdo a guisa de almohada y con la mano derecha dandose palmadas en las piernas, espantara humadas para espantar los zancudos que la picaban. Después de un signo dejado de la mano y unas palabras que se salpicaron entre el sol y el humo que salía del interior, Segundo comprendió que podía entrar los bultos, sudando aún y diciendo, "buenas",colocáncodlos sobre la tierra pisada, quedándose sofocado en la pieza negra de humo y paja quemada, con un olor de yuca cocinada y de orín de marrano mientras la mujer abría la estera que tenía arrinconada y la coloba sobre la tierra, al pie del fogón, espantando siempre los zancudos, levantándose de un gesto mecánico el vestido roto y andrajoso, diciendo con una voz ronca, al tiempo que se enrroscaba las trenzas negras en la espalda :"Por uno de sal y uno de maíz y por ser la primera vez que lo vas a enterrar, tienes derecho a cuatro veces". Segundo, con la boca entreabierta, mirando los senos flácidos que caían sobre su vientre arrugado por los años y la fatiga, no sintió escalofrío ni sorpresa, auqnue jamás hubiera pasado por su mente un deseo irresistible de mujer, pues no la conocía,ya que su madre Josefa, quien vivía, dormía y se bañaba vestida, no era otra cosa que la que cocinaba entre una borrasca de humo, ese ser que renegaba cada vez que su padre se emborachaba en el bar mientras ella le decía entre suspiros entrecortados -"ya soy denmasiado vieja para esto, además túte bebes el bar Anatemo y con ese tufo, con ese tufo, como me decía mi tía Eufemia, con ustedes los hombres no hay ni para qué pensar en lo que sea-" y otra retaila a la cual estaba acostumbrado mientras él se preguntaba porqué su madre renegaba y suspiraba y emitia gritos de serpiente al acecho, al tiempo que se bajaba la bragueta y tomaba su su sexo entre sus manos y lo mostraba exangüe, rendido a una fatiga centenaria de sudor, sol y burras, como si lo que se pasara debiera pasarse, como toda su vida, Sometido a esa especie de marca fatal que lo determinaba. Al frente de sus ojos enmelozados, apareció entonces la imagen del catire retozando en las aureolas de un mundo diferente, sintiendo el aire vitrificado y la atnosfera esclarecida, con el rumor constante detrás de los árboles, que varias veces había oído rondar las calles de Agua Clara : "Al catire no le gustan las mujeres"- delante de ser desarticulado que lo esperaba delante suyo con las piernas abiertas y un zumbar de moscas entre ellas, avanzó entonces hacia ella, tomando sus caderas entre sus manos ya cayosas mientras ella afanada le untaba aceitede maíz antes de que él la penetrara fríamente, y con una revuelta de su naturaleza comenzara a sacudirla con vigor, haciéndola gemir a pequeños interrvalos, secándose el sudor con la manga de su camisa, suspirando sofocado por ese olor insoportable de humo que le penetraba en sus ojos, permaneciendo de rodillas, como en un rito salvaje de convulsión, haciendo muecas con su rostro reseco y cerrando sus ojos amarillos mientras un corrientazo, parecido al del día que saltó la burra con su hermano Benito, le sacudió todo el cuerpo. Cuando ella le dijo con el mismo tono -'aún te quedan tres", él se acordó de, "Yo la enterré tres veces sin guarapo", al tiempo que la imagen del catire le asediaba la vista y lo veía erguirse delante de él con su piel marbolínea, reluciente, como si estuviese macerado en leche y pulido por mil manos que se consumían en su contacto, exhalando suspiros a través de sus ojos afírmamentados y sintiendo el color de sus músculos moverse en su interior, y una especie de penetración de algo que lo hizo refunfuñar y casi emitir rugidos como los que oía en sus noches de míedo, dejándose transportar por ese vaho de su imaginacion volviendo a hundirse en la trenzuda, cómo él se acordó que la llamaban, teniendo una nueva sacudida y una fatiga gelatinosa que lo hizo caer de bruces sobre los senos líquidos de la mujer y una nueva advertencia, "te quedan dos", sintiéndose desvanecer sin tener siquiera el aliento de espantar las moscas que zumbaban sobre su cuerpo pegajoso de sudor y esperma, viéndolo de nuevo aparecer y oyendo de nuevo las frases -"el catire ni siquiera quiere saltar la burra de Jose Eustaquio", "con lo grande que es debe estar matar bien montado y podrá matar cualquier mujer"- resurgiendo de nuevo delante de si mismo para comenzar el ajetreo y la espuma de su boca igual que los burros cuando jadeaban sobre sus burras hartas de hombres, babeando, dejando de ver el rostro escuálido y ahumado de la trenzuda, oyendo pronto -"te falta uno"- haciéndolo como un deber, para pagar el precio de los bultos de maíz y sal que su padre Anatemo le habla enviado.

Después de volver a Agua Clara, transportado por la burra Petra que conocía el camino, Segundo se volvíó extraño a todo y a todos, no dejándose ver sino cuando sabia que el Catire vendría a vender sus marranos, trabajando y dejándose instruir por la tía Eufemia quien se empeñaba en educarlo como los de "allá", para que cuando fuera no fuese considerado primitivo y maleducado como esta gente de aquí, como ella le decía, " pues tú tienes sangre de allá, y si te mezclas con estas gentes se te pegará hasta el mal olor", hablando diferente de los demás para darle gusto a su tía y sirviéndose de esto para poder identificarse a Yisus en estigma soledad.

El día que "la carta" llegó al pueblo, Segundo tuvo un presentimiento fatal que hizo estremecer yen tanto que todos los letrados del pueblo se congregaban para adivinar a quien estaba dirigida, pues era la única carta que llegaba después de la que, treinta y cinco años antes, había nombrado el alcalde que aún conservaba su puesto mientras que el partido conservador al poder no fuese derrocado por el partido liberal, él sabía que esa carta, anunciada por hechos insólitos que hablan hecho cundir el pánico en el pueblo, venia dirigida al catire, para alejarlo de él, tratando en un momento de hacerla desaparecer pero impidiéndoselo, saliendo corriendo hacia la selva, tratando de hundir ese cosa corrosiba que le penetraba, a través de su saliba ácida, en el fundo de los árboles sin muerte, sollozando en secreto, volviendo al bar de su padre y encontrándolo allí, parado en la mitad y ocupando todo el espacio, con tres marranos bajo cada brazo, ayudándolo a venderlos y dejando que los segundos se pasaran sin dejar de englutirlo con su mirada amarilla hasta que lo supo irse y él mismo sostuvo las riendas de la mula que lo llevarla, que lo alejarla de él, que se lo tragaría en su marcha hacia no sabía dónde, quizás hacia allá, viéndolo partir con ese peso insoportable de la ausencia, sintiéndose devorar por la accidez gástrica que le roía las entrañas, quedándose parado en la mitad de la calle mientras el sol clavaba sus uñas voraces arrasando el polvo y espantando los marranos sedientos que deambulaban ensimismados dando tumbos contra los ranchos y las patas de los burros.

Durante seis generaciones de marranos después de la carta, como allí comenzó a contarse el tiempo, Segundo permaneció en un mutismo casi semejante el de su tía política Maria Rosa, la madre de Yisus, quien no volvió a gesticular palabra después de su partiida por eI resto de sus días ni a articular ningún movimiento, siendo más tarde nombrada Patrona de Agua Clara y colocada en carne y hueso sobre un pedestal a la entrada del pueblo. La tia Eufemia insistía cada día más en refinar a su sobrino Segundo, previendo su partida hacia "allá", obligándolo a comer con cuchillo y tenedor, obligándolo a quitar sus alpargatos de fique y meter unos zapatos de caucho que habían llevado al pueblo sin saberse cómo, regañándolo cuando empleaba palabras vulgares de uso corriente entre los hombres de la población, haciéndolo repetir indefinidas veces todos las oraciones al sagrado corazón y a la virgen immaculada como ella las sabia según su madre las habla aprendido por tradición oral de los que una vez vinieron de "allá", donde se rendía culto a Dios como Dios manda. Al cabo de las seis generaciones, cuando comenzaron a correr los rumores de que el Catire andaba por los lados de Tres bocas haciendo campaña política sobre la orilla del río Catatumbo, y toda la consternación que ello pudo implicar en el pueblo de Agua Clara, Segundo sufrió un cambio radical, comenzando a hablar sin descanso, yendo de derecha a izquierda para convencer a las gentes que habla que hacer algo, hasta que unánimemente todos decidieron de enviarlo a él personalmente a Tres Bocas para que trajera noticias del Catire,. Las mujeres del pueblo aprovecharon la ocasión del viaje de Segundo para hacer traer de Tres Bocas toallas higiénicas consideradas como lujo entre ellas y los hombres alpargatas de fique pues Tres Bocas era el pueblo más reputado de la región, con tintes de ciudad según los comentarios, y que quedaba de la otra orilla del río, a un día a pie entre la  selva, otro en mula sobre la montaña y media jornada en canoa siendo el lugar de peregrinación de las gentes de Agua Clara y a donde todo el mundo iba o al menos pensaba ir una vez en su vida. Para Segundo era símbolo de su iniciación y preparación para el gran viaje hacia el "allá". Después de encontrar el catíre rodeado de otros personajes idénticos a él y rodeados de una multitud que escuchaba extasíadas sus palabras tiznadas siempre con ese tono de lechuza, Segundo trató desesperadamente de acercarse a él, de poder rozar apenas su brazo, de ser distinguido por esos ojos que miraban a un lupar desaparecido, hasta que pudo conseguirlo, y supo que el catire lo diferenciaba de los demás, de los otros hombres con el pelo negro liso y la piel de sol, y supo tambíén que Yisus sabía hasta su nombre y su amor por él pues en un récodo ínfimo del tiempo, entre un discurso y otro, el catire le dijo sin mirarlo, "tú me ayud:rás, Segundo". Cuando la noche cayó sobre la selva y los zancudos terminaron de devorar los pedazos de sol aun pegados en las esquinas de los ranchos, Yisus hizo un signo imperceptible a Segundo y juntos se adentraron en la selva sin ser remarcados por nadie y en medio de los ruidos desesperados de los animales espantados, en medio de los árboles hambrientos y torcidos por el peso se sus años inacabables, en medio de aquél universo que los englutía, los dos se dejaron llevar al voltear ruidoso de la pasión que los roía en sus sueños de intimidad, poseyendo el uno del otro lo que del uno y del otro les faltaba para realizar la lejanía de sus ambiciones, cayendo exhaustos sobre un suelo húmedo de hojas resecas y orín de simio, sellando un pacto irreversible. No hubo una palabra entre sus gestos, ni al separarse más tarde cuando Segundo, subiendo a la canoa que lo llevaría un trayecto del regreso a Agua Clara, vió devorarse la imagen de Yisus bajo un aleteo de sombreros de paja y brillos de machete el ritmo delirante de la canícula. En agua Clara pereció mostrar la imagen de alguien nuevo a quien nadie reconocía, habiendo tomado su piel un tinte claro y sus ojos una especie de brillo metálico, mirando cosas que los demás no veían y presagiando sucesos que todos creían, anunciando la venida del catire como un hecho sin preámbulos, como un suceso misteriosamente alado que elevaría .ese caserío, colocado a la orilla del río como una piedra inerte, a niveles prodigiosos de civilización y progreso, cundiendo una excitación sin límites entre los campesinos que merodeaban el bar de Anatemo, exaltando sus sueños sin poder detener las posibilidades inverosímiles que cada uno proyectaba y comunicaba a los otros, tejiendo entre todos un fantasma gigantesco que comenzaba a aplastarlos en un agonizante delirio, ahogándolo a veces entre sus gárgaras de alcohol, pero escupiéndolo a cada amanecer y convirtiendo la próxima llegada del catire como el principio de sus vidas fustigadas hasta ahora por una ráfaga inextinguíble de paludismo y sol.

Cuando el Catire volvió a Agua clara, después de su larga ausencia, pereció despertar definitivamente al pueblo de ese letargo en que lo había sumido después de su partida. En el bar de Anatemo los hombres se reunieron para festejar su llegada, las mujeres bañaron a sus niños en el río y baldados de agua fueron echados sobre la calle de Agua Clara para aplacar el polvo que subía como nubes de terror y cubría las casas en una penumbra sin hora.

Después de pasar por la cesa de su madre María Rosa y de contemplarla un instante en su estado de inmovilidad, Yisus, sin mirar siquiera a Jose Eustaquio quien se decía se padre, atravesó Agua Clara bajo las sonrisas cómplices de todos, pasando por encima de ellos con su altura inigualable, con el brillo que desprendía del color de su pelo bajo el sol y el color de espuma de su cuerpo, entrando al bar de Anatemo con el aire de un dios, mirando por encima de los sombreros de paja hasta encontrar los ojos de Segundo, quien lo esperaba diciéndole con su mirada lo que sus labios no hubieran sabido precisar, saliendo impávido para encontrar sus compañeros de raza, sus hermanos disgregados en la selva y reunidos un día por cartas de procedencia anónima, mientras Segundo continuaba excitando con sus profecías los ánimos de todos, haciendo desaparecer las últimas dudas, las últimas reticencias que podían quedar entre las gentes de la población. En la noche, cuando todos se reunieron de nuevo en el bar de Anatemo, aprobaron unánimemente la 13 seg venida de Yisus, dándole poder sin límites, decisión absoluta, pues en él creían y solo él podía sacarlos de ese mundo caótico en que vivían, solo él, como lo había prometido, extrayendo el barro negro que había debajo de la tierra y que era la causa de todos las miserias que los cundía, la causa del clima devorador, de las seguías e inundaciones, del tedio y de la cólera. Cuando Segundo oyó el último voto, aprobando con una sonrisa salió del bar de su padre y se dirigió a la casa de su tía Eufemia, la hermana de su madre, donde vivían sus otras cinco tías solteras, diciéndole gravemente; "Llegó la hora tía Eufemia, me voy para allá". En la mente de sus tías se había creado toda una nueva imagen del allá, habíendo asociado la figura de Yisus a la que debían tener sus ascendientes pues, como creían a éste descendiente de un mora, pensaban que la raza de los de "allá" había vencido y por eso él había nacido blanco y ojiazul, con el pelo color oro, creyendo que en sus venas circulaba el germen de esa raza, aunque se hubiese mal mezclado con "esos indios". Fue esta otra de las razones que dieron al estado de celibato que todas las seis hermanas Romero guardaron, diciendo que entre esa selva infecta, llena de gentes incultas a aindíadas, no había un solo hombre que merciera casar una proveniente directa de allá" , para continuar su raza.

Para los preparativos del viaje de Segundo, las seis tías añadieron a su equipaje una lista, firmada por media población dé Agua Clara, en la cual constaba que el octavo apellido de Segundo era Herrera, proveniente de "allá". Los bolsillos de sus pantalones, confeccionados según los que Yisus portaba, fueron llenados de bolsas con las cenizas de los animales feroces de la selva, para preservarlo de sus ataques si por casualidad allá merodeaban también, al lado de las reliquias de una santa que habían sido traídas por Recuerdos Buenarosa, su tatarabuela, la mujer de Pedro Felipe Herrera, el fundador de Agua clara .

Segundo, inmutable a todos los consejos de sus tías y de su madre Josefa, con una seguridad indeleble, como sabiendo el futuro de su viaje, garantizado por los ojos de Yísus y distanciado de todo y de todos los que lo rodeaban, montó en la mula que lo llevaría un trayecto hacia el allá, sin soltar una lágrima, mientras Anatemo cerraba su bar y colocaba un botón negro en su camisa como signo de luto, y Josefa su madre amarraba la hamaca de Segundo con una sin color en señal de duelo y sus seis tías hacían procesión hacia el cementerio para colocar flores en la futura tumba del que se iba .

Segundo con su viaje al "allá" se antecedería a ver lo que vendría a Agua Clara traído por Yisus, pues el iba al sitio del origen del verdadero padre de su supuesto primo, al sitio del origen de los monstruos que tragarían el barro negro, al sitio de origen de donde vendida una pesadilla humeante que vomitaría gente y tragaría otros para crear un universo de recuerdos, al sitio de origen de donde vendría una masa de gentes con el pelo rubio y los ojos azules, altos como varas de premio, que se instalarían en una ciudadela que Dolores, la tía de Segundo, llamaría espejismo pues en su interior no habría zancudos y el sol menguaría sus rayos con dulzura, donde las lluvias serían tenues y no habría horror de las inundaciones, donde los tigres no pasarían ni a distancia ni la maleza cubriría los prados verdes como tablas de billar ni la selva irrumpiía en su interior, al sitio de origen de donde vendría la destrucción de Agua Clara con apariencia de progreso, de donde vendría la miseria vestida de joyas para echar su suerte, de donde vendría la ambición para hacer malparir idiotas, de donde vendría la locura, de donde vendría el odio, el odio.

 

 

 

 

 

 

 

NICADIO

 

Cuando Segundo partió de Agua Clara hacia el "allá", varios hechos singulares vinieron a confirmar su viaje como un hecho sin precedentes, no sin dejar de producir un hálito de terror en los habitantes de Agua Clara. Cuando las primeras estrellas despuntaron en la noche se vieron luces fulgurantes en el fondo de la selva, luces lejanas que salían de las copas de los árboles y luces cercanas que escarbaban las raíces, lo cual dio a comentarios sobre su naturaleza creyéndose que eran los lugares donde se encontraban enterradas mollas de barro llenas de oro, o tesoros de otra índole que se ofrecían a causa de buenos aires que corrían, todos los hombres de la población se prepararon de machetes y escopetas de pisto, palas y lámparas de kerosén y fueron acompañados de sus perros al sitio de las luces para desenterrar el tesoro, pero aunque anduvieron toda la noche poco les faltó para perderse entre la maleza de los árboles a causa de trastornos que no supieron como explicar más tarde, pues no pudieron acercarse a ninguna luz y, según contaron, cada vez que creían llegar la veían más lejos, haciéndolos caminar en círculo y perdiéndolos de su orientación natural. Al volver a la mañana siguiente, rendidos de fatiga y con una sensación de haber bebido toda la noche, encontraron en la mitad de la calle de Agua Clara a Rito Ramírez Silva, hijo de Bonifacio y Herminia, de catorce años, asesinado con una flecha en el vientre. Un silencio sepulcral cubrió la procesión de hombres que venían de la selva con sus palas y sus escopetas al hombro, oyendo en el fondo de las chozas de paja y barro quejidos bajos, llantos ahogados, suspiros rotos por una maraña de calor y moscos, dejándolos a todos inmóviles mientras que la imaginación de cada uno de ellos galopaba hacia vestigios trágicos y presagios horripilantes, sin atrever a moverse, clavados bajo el sol que subía sobre el fondo de la selva y el aullido de los animales que se despertaban de esa noche de miedo, hasta que alguno osó moverse y todos corrieron gritando y acechando con sus machetes a un fantasma cósmica que los asediaba, dejando el cuerpo de Rito secarse bajo su espesa capa de sangre y su flecha vertical indicando una hora ignorada, yendo cada uno a su rancho para buscar a sus mujeres y sus hijos y poder confirmar lo que en sus mentes se erigía como una realidad irreversible. Pero nadie más había sido asesinado, ningún otro muerto los esperaba en su búsqueda de razón para vengarse. Supieron luego que a medianoche, en medio de un silencio inquietante, cuando cada familia soñaba con las ollas de barro llenas de oro que sus hombres aportarían del fondo de la selva, un rastrear sigiloso resonó en Agua Clara y las mujeres pensaron que ellos ya llegaban en silencio para darles la sorpresa, hasta que vieron entrar bajo los dinteles sin puerta de sus ranchos a los seres que no hubiesen querido ver en ese momento sin hombres ni perros. Eran los indios, desnudos, dejando ver sus siluetas recortadas contra la luz de la luna, armados de arcos y flechas, que buscaban sal. Ellas lo sabían, aunque nunca hubiesen sido invadidos desde la fundación de Agua Clara, y después del primer estupor algunas pudieron bajarse de sus hamacas y pasar al rancho de la cocina para buscar la sal que les quedaba y dársela a los indios, mientras que otras, entre ellas Herminia, la madre de Rito, comenzaron a gritar, cundiendo el pánico y haciendo que los indios se excitaran y comenzaran a correr por todas partes, y llamaran a otros más que esperaban en ta espesura de la maleza y gritaron en mitad de la calle, irguieron sus arcos gigantescos y los calzaron entre los dedos de sus pies para poder pulsarlos con seguridad, apuntando sobre cada puerta, sobre la entrada del pueblo, mientras algunos de ellos buscaban el bar donde seguramente deberían encontrarse las reservas de sal, (hasta que encontraron a Josefa quien aún lloraba la partida de Segundo y quien abrió el bar en silencio). Cuando todos se aprestaban a huir, Rito, sintiéndose el único hombre que quedaba en Agua clara, se creyó con la obligación de defender su caserío en nombre de todos y buscó entre la paja del rancho donde su padre escondía las escopeta de cacería y salió a la mitad de la calle y gritó que él los mataría a todos, sin terminar cuando una flecha le atravesó el vientre y él cayó sobre las espaldas en un largo silencio que se dispersó sobre el suelo y llegó a las casas, pasó sobre los patios y los ranchos de cocina, sobre las marraneras hasta llegar a las primeras malezas que anunciaban la selva, poseyendo también los indígenas en su huida pesada por los caminos que solo ellos conocen, deslizándose entre los árboles sin romper una sola rama, ni cambiar la posición de ninguna hoja, ni dejar ninguna huella de pisada humana sobre el barro fresco de un rocío eterno en el interior de la jungla. Volvían hacia el sitio de donde provenía, ese sitio cambiante según sus necesidades, donde todos sabían que estaban sin que nadie osara entrar siquiera a varias leguas de distancia, con esa especie de pacto sellado en una batalla, tiempo atrás, con Pedro Felipe Herrera y Fabio Romero y los que lo acompañaron a fundar en ese lugar de la selva lo que más tarde seria el pueblo de Agua Clara.

Fue el silencio de una victoria, sin cláusulas escritas ni vigencias recusables, un pacto de convivencia en medio de los tigres y las dantas y las corales y las inundaciones del río, el sol y los zancudos, un pacto que implicaba poder cultivar las tierras de este lado del río y colocar de tiempo en tiempo bultos de sal en la otra orilla que ellos recogerían, como lo había hecho primero Pedro Felipe Herrera y luego Rito Fuentes, el esposo de su hija Clara, quien se encargó del bar y los abastos del caserío y que luego pasó, a su muerte, a manos de Anatemo (quien seguramente había olvidado...)

Anatemo reconoció delante de los hombres que él había olvidado colocar la sal convenida y a pesar de que hubo quienes quisieron vengarse sobre él, otros lo impidieron pues hicieron considerar que Anatemo era hermano de José Eustaquio, el supuesto padre de Yisus, quien traería el bienestar a toda la población, era el padre de Segundo quien había partido el día anterior hacía "allá" y por cuya causa quizás su padre había olvidado colocar la sal, pero era mejor olvidar dijeron, es mejor olvidar y todos se emborracharon mientras velaban el cadáver del finado Rito y hablaban de sus méritos y lo buen muchacho que era y lo macho que se había convertido y lo atrevido para cazar y lo que ayudaba a su padre Bonifacio y lo que gustaba a las muchachas y lo que quizás hubiera llegado a ser y lo berraco que habla sido de salir a enfrentarse a todos los indios solo, hasta que pudieron ver salir de la boca de su padre Bonifacio una sonrisa, y un golpearse con los puños en el pecho y gritar en medio de su ebriedad; "mi hijo era más macho que todos nosotros juntos" y luego confabularon y a partir de lo que las mujeres dieron sobre lo que se pasó la noche anterior, los hombres construyeron una historia al lado en la cual describían las proezas de Rito combatiendo sólo todos los indios juntos y los golpes que les debió dar y el susto que les debió hacer y el miedo que tendrán de volver de nuevo pues si todos los hombres de Agua Clara son como Rito imposible de ir, hasta que en la hora del entierro, mientras repartían aguardiente y guarapo todos reían y se golpeaban los hombros mientras le echaban tierra a la urna y quemaban la flecha que le dio muerte en mitad de la calle para enviarles maleficio a los indios y que sus flechas se quebraran antes de ser disparadas del arco y que los animales las esquivaran y que antes de dirigirla de nuevo contra un "blanco" que se equivoque y mate un indio. Algunos clandestinamente hasta pensaron hacer expedición para atacar los indígenas pero pronto sus ahincados deseos se quemaron con la flecha y juramentos sin terminar fueron pronunciados para vengar la muerte del más macho de sus hombres.

El otro hecho singular que vino a confirmar el viaje de Segundo como algo sin precedentes se produjo después del entierro de Rito cuando los hombres de Agua Clara terminaban de beber la última gota de aguardiente que los sacaba fuera de sí. En realidad nadie se dio cuenta sobre el momento, ni siquiera varios días más tarde cuando aún daban excusas a lo sucedido como si fuese algo corriente y de lo cual no había que hacer tanto escándalo, pues temían en su fuero interno aceptar que este otro hecho era un nuevo presagio de algo, producto de la partida de Segundo que a su vez era el resultado de la llegada de Yisus. Fue solamente dos noches más tarde del entierro de Rito que Josefa de Mora comenzó a inquietarse pues no había vuelto a ver a su penúltimo hijo, Nicadio, a las horas de comida (pues aunque éste tenia la costumbre a veces de no venir nunca había faltado dos días consecutivos). Al tercer día Anatemo tomó la inquietud de su mujer y comenzó a injuriar al vástago que les quedaba, Benito, de lo desagradecidos que eran, los hijos, que todos se iban y nadie lo ayudaba con el bar mientras que él se mataba para alimentarlos y que después de tantos esfuerzos ninguno quería tomar las riendas del negocio para que él pudiera descansar e ir a cacería, pues hasta ya se me olvidó tirar -decía- , igual que con mi hermano José Eustaquio pues su hijo Yisus sé le fue también y ahora no parece ni conocerlo, todos son iguales, y daba puños contra el mostrador y repetía me las pagarás Nicadio, me las pagarás. (Pero Nicadio en realidad estaba lejos y solo pagaría la deuda a su padre. De una manera indirecta). A la semana de no volver se armó nueva expedición a la selva para buscarlos, pensando que quizás él se había internado para cazar y que se había perdido, pero sería el colmo -decía Anatemo- pues yo le enseñé a vaquear bien y él saber seguir el sol para volver. Sin embargo para esta vez tuvieron la prudencia de dejar la mitad de los hombres bien armados en el pueblo pues pensaron otra posibilidad de que era posible que los indios lo había secuestrado para pedir rescate o para hacer salir de nuevo los hombres de Agua Clara. La excursión duró dos días y a la vuelta todos dijeron que quizás los indios lo habían matado, que quizás se habla ahogado en el río, pero si él nadaba tan bien -decía Anatemo-, que quizás las brujas lo habían calcinado, que quizás el tigre se lo había devorado. Así una semana mis tardé se hicieron de nuevo los preparativos de entierro en el pueblo, se abrió un huevo cerca de la tumba de sus bisabuelos y de sis tíos que murieron al nacer y se enterró un cajón vacío con sus vestidos y su hamaca, se, lloró como si acabara de morir y se sirvió aguardiente y guarapo a todos hasta terminar de nuevo festejando la tragedia que venía de cernirse sobre su caserío. Poco a poco su imagen se fue borrando de las memorias de todos a pesar de haber hablado tantas maravillas como de Rito, pero éste había ocupado plaza más importante en los comentarios diarios de la población por su proeza extraordinaria. De Nicadio no sabían qué contar sobre su muerte aparte de las mil suposiciones dichas y repetidas, hasta la extinción de un repertorio de invenciones que conllevó el olvido de su existencia. Solo años más tarde, cuando ya en las mentes de los pobladores primitivos de agua Clara no había, cabida a nuevas esperanzas, cuando todo parecía terminado para ellos, la imagen de Nicadio tomó toda su fuerza y fue uno de los últimos estertores, de los últimos deseos furtivos de continuar esa vida en medio de un selva pasada, de un desierto, de una ruina erigida como constatación de una civilización que tuvo su apogeo y su extinción en un tiempo ínfimo hasta ser arrasado un poco más tarde por su inutilidad y su falta de usura cuando había exprimido las últimas gotas de su néctar dorado. Fue en el momento en que los hombres de la Compañía Petrolera levantaron en el aire la ciudad que habían construido, levantaron las máquinas innecesarias y dejaron una gigantesca telaraña que hacía el trabajo de todos los millares de hombres que habían acudido a Agua Clara para trabajar en la compañía y hacer fortuna, extrayendo sola el petróleo de la tierra, acumulándolo en gigantescos recipientes y bombeándolo luego en sus oleoductos que atravesaban todo el país hasta ir al mar y llenar los barcos que surtirían de petróleo el mundo entero, dejando miles de persones con las manos vacías, miles de prostitutas sin clientes, miles de hombres sin origen y sin fin, miles de construcciones provisorias al arbitrio de la maleza y los roedores, miles de seres y animales y objetos masacrados pues ya no tenían necesidad de ellos, ya el objeto de su ambición salía solo de la tierra y recorría sólo los kilómetros que necesitaba para ser devorado en sus gargantas oxidadas de oro.

Fue en ese momento cuando en medio del desierto horripilante que construyeron, en medio de ese chancro podrido en un rincón de la selva, que Josefina Duarte, la dicha Alaila, la hija de Roque y Ana, quien se había convertido en prostituta con la autorización de sus padres en el tiempo del apogeo petrolífero, para aprovechar con sus medios y hacer fortuna y quien se paseaba ahora con la cara ajada de vejez prematura, con los senos escuálidos y una babaza de enfermedad colgando siempre de su sexo, había encontrado un árbol de forma extraña y había venido corriendo al bar que otrora gestionara Anatemo y que ahora lo tenía su hijo Benito, casado con la hermana de Josefina para avisarle pues quizás, había dicho, quizás es Nicadio. Esta premonición fue como un alarido de aleluya lanzado por las bocas de esos resagos de hombres y los pocos que quedaban fueron corriendo a verlo y muchos no creyeron, que no es posible, dijeron, es un árbol, pero miren decía Josefina, que parece que estuviera rezando, está arrodillado, pero no mujer, estás loca, los hombres te enloquecieron y hasta le gritaron puta, pero alguien entonces quebró una rama y adentro estaba roja, entonces dijeron sí, y Benito buscó su sexo y creyó reconocerlo y dijeron sí, es Nicadio y fueron a avisarle a su padre Anatemo quien se encontraba tullido y con un paludismo eterno y éste pareció revivir los años de la petrolera y creyó ver gente donde había escombros e hizo montar un estante al lado y cortó su hijo en pedazos y lo metió en cajitas para venderlo como reliquia de santo, pues soy cuñado de dos santas y padre de santo, se vanagloriaba, pues en efecto a la llegada de la compañía su cuñada María Rosa había sido nombrada patrona del pueblo ya que gracias a ser ella madre de Yisus el pueblo de Agua Clara comenzaba a conocer el adelanto y la riqueza, y su otra cuñada, hermana de su esposa, Dolores, a la llegada del pueblo que vino por los aires y que ella llamó espejismo, el pueblo de los americanos, había enloquecido y todos creyeron que se había santificado. Anatemo obligó a que su hijo Benito colocase una fritanga al lado e incitó a todo el pueblo a hacer romería, y todos en realidad fueron y comieron un pedazo de carne vieja, pues ya las dantas no existen se excusaba Anatemo, no hay más cacería, pero a las pocas horas un cansancio de muerte los dejó impávidos y lo que en un principio les causó curiosidad fue luego un pretexto insoportable para caer en la nostalgia de un pasado y con las cabezas gachas volvieron y Anatemo gritaba todavía, mi hijo es un santo, él se vino a rezar, él sabía lo que pesaría, el infierno que vendría, él lo supo cuando Segundo se fue, por eso se vino a rezar, hay que honorarlo, hay que, pero nadie lo escuchaba más, ni nadie escuchaba los gritos de las que en ese momento continuaban a parir monstruos, como una producción en masa, ni las que se habían quedado en el pueblo por no saber a donde ir y se acostaban en la mitad de la calle y decían "por nada señor, por nada, venga usted por nada", interminablemente, hasta que el sol las reventaba y no debían suplicar más, ni llorar, ni soñar, ni soñar.

 

 

 

 

 

 

 

 

ALAILA

 

Alaila tenía quince años cuando Rogelío Mutís la persuadió de subir al helícóptero que la llevaría a la bódega de dónde.ella no saldría que tiempo después, desrrengada, con ojeras venumínosas y un andar cansado que arrastraría hasta el término de sus días. En esa época Agua Clara se había convertido en un sitio diferente del que ella conocíera cuando sus senos habían comenzado a despuntar, cuando su primera regla la había hecho salir corriendo a esconderse en la selva, de vergüenza de sangrar, pensando que moriría de sus espasmos estomacales y ese evacuarse por los sitios del pecado. Su madre Ana Silva, después. de haberle explicado el origen de esa sangre, había decidido de casarla pronto con algún nuevo venido que quisiera instalarse en ese lugar de perdido de la selva para trabajar la tierra, como a ella sus padres la habían casado antes de que los instintos de la carne la llevaran a quedar encinta sin saber de quien, pero los sucesos de esos tiempos impidieron decidirla pues la madre enfermó pronto y Alaila tuvo que reemplazarla en los quehaceres de la casa. Cuando Rogelio la invitó a montar en el helicóptero, Agua Clara era irreconoscible hasta para lo habitantes nativos quienes salían cada mañana con miedo de que, a la vuelta a sus casas, se perdieran en el laberinto de nuevos ranchos, de casas venidas desde lejos, de caminos instalados en la noche, de flechas indicando direcciones desconocidas, de barreras impidiendo pasos que en la mañana estaban libres, caminando extrañados entre ese mundo nuevo que se les venía encima sin saber por qué, que escondía sus casas, antes al abrigo de los ûltimos árboles de la selva, ahora perdidas entre otras cientas que se abigarraban en derredor, con ruidos extraños a sus oidos acostumbrados a acechar el ataque del tigre o las bandadas de simios histéricos. Ahora, en las noches, músicas estridentes sacudían el pueblo-pesadilla, carcajadas sin fin con precio fijo se repetían en eco bajo sus ranchos y los que antes se conocían entre ellos ahora no sabían el nombre de su vecino, ni del que caminaba en la calle, ni del que tomaba cerveza en el bar de Anatemo, convertido del día a la mañana en un miserable sitio donde los antiguos clientes pasaban inconstantemente, atraídos por los bares gigantescos instalados al lado, con rocolas de luces multicolores y mujeres que se recostaban sobre las mesas, con las faldas cortas mostrando sus pantalones de colores transparentes y sus medias de seda brillante, excitados de pensar la soledad que habían vivido en él bar de Anatemo, sin hembras ni música, soledad desvastadora con ese licor de antes, ahora reemplazado por el aguardiente de la ciudad, por la cerveza enlatada, vomitando sobre sus vidas de entes sin mujeres coloreadas, regodeándose de ese progreso, de ese mundo extraordinario que se exponía sus pies, que se mezclaba a sus calles y a la marcha que antes hicieran sus burras.

La vida de Alaila había sido corta hasta ese momento pero llena de regocijosos instantes que a veces ella recordaba entre cliente y cliente, entre limpieza y limpieza de su sexo enfermo, entre copa de alcohol y copa de alcohol por la cual se vendía.

Los años de pequeña en que con su hermana Trínidad jugaban en la calle asoleada a perseguir los marranos y tirarle la cola a los perros, a meterse bajo la mula de su padre y rascarle el vientre espantadas de pensar que una coz podría romperles la cara, a observar las gallinas incansablemente durante horas esperando el momento en que pondrían un huevo, preguntándose siempre por qué no se partían al caer, riendo de verlo salir por un hueco tan pequeño, mirándose entre ellas su sexo imberbe y preguntándose si ellas también los pondrían así. También se acordaba, mientras los hombres borrachos la embestían y trataban de violarla sobre la mesa del bar, sin querer pagar, de los días en que su padre Roque Duarte, llegaba borracho gritándolas y las golpeaba, insultando a su madre Ana, haciéndola gritar, escondiéndose con su hermana mayor, Tránsito, detrás del fogón de la cocina y cómo.todo se volvía caótico y sin esperanza, lo mismo que el día que ella tenía trece años, no mucho tiempo atrás, y que su padre la llevó sóla a la selva a recoger la leña y en medio de la espesura comenzó a tocarle sus senos pequeños y apretados y ella tuvo miedo y salió corriendo, perdiéndose entre la inmensidad de los árboles, encontrándose en un momento sumisa al universo que la englutía, sin padres ni hermanas ni vecinos que la protegieran, oyendo entonces todos los ruidos a los cuales estaba habituada como una amenaza insoportable y recordándose un instante de todas las historias que oyera desde pequeña alrededor del fuego que contaba su padre sobre la selva, los tigres y las brujas que allí vivían bajo la forma de animales y de árboles, sintiéndose presa de ese sentimiento que da la proximidad del fin, queriendo desaparecer de allí, de volver a los gritos de su padre y sus caricias extrañas, pero permaneciendo estática, queriendo gritar pero sintiendo un nudo en la garganta que la impedía balbucir, sin poder controlar ninguna parte de su cuerpo, pellizcándose dolorosamente las piernas para poder reaccionar sin hacerlo, hasta que oyó los gritos de su padre que la llamaba y lo sintió venir y lo sintió a su lado y vió su mano levantarse y golpearla una y otra vez sobre su cara, recibiéndolo como mil caricias proferidas por su suerte el lado del horror de verse secuestrada par las brujas y convertida en no sabia qué, hasta dejarse ir con ese vaho de placer bajo los golpes incesantes y despertarse dos días después en su hamaca, con el rostro descompuesto y gritando, creyendo haber soñado, soñado.

Ahora en las noches ella recordaba mientras se vestía con los trajes traídos de Cúcuta que su madre hubiera toda una vida deseado, cuando se maquillaba con los productos de "las de verdad", como ellas llamaban a las mujeres de la ciudad, pera ir al bar donde comenzaba su trabajo para satisfacer los hombres que jornaleaban en la compañia de petróleo, esos miles de hombres que habían venido de todas partes del país sin mujeres, en busca de fortuna, o huyendo de la ley, que le contaban cómo se divertía la gente de las ciudades, y le pintaban con colores desconocidos un mundo lejano que ella adquiría dejándose usar, recolectando tanto dinero como jamás las mujeres de Agua Clara creyeron poder reunir todas juntas criando marranos durante varias generaciones.

Así en el bar "el Danubio Azul", como se leían letras luminosas a la entrada, Alaila había comenzado una nueva vida, una vida que ella creía en un momento plena, con toda la felicidad que una persona puede tener en este bajo mundo, fácil, vistiéndose como en una ilusión, dejándose al placer de la carne y ganando dinero, hasta que cada uno de estos halagos, como le había prometido Rogelio y por los cuales ella le retribuía su cuota, se fueron convirtiendo día a día en tormentos insoportables que ella trataba de remediar en su apariencia, cayendo poco a poco en un delirio brutal y viviendo una reminiscencia constante para olvidar o haciéndose ideas sobre un futuro que no existiría jamás y el cual ella trataba de construir con esmero.

Cuando su hermana Trinídad murió de una crisis de paludismo, acentuada de una gonorrea profunda, Alaila creyó enloquecer y quiso dejar el Danubio Azul, volver a su casa, pedir perdón y arrepentirse ante el cielo de sus pecados, pero ya era tarde, Rogelió la amenazó de matarla si se iba, de golpearla si dejaba insatisfechos los clientes, viéndose de nuevo sometida a un ritmo de vida que la sobrepasaba, que la dejaba inerte en sus mañanas de sueño. Debatiéndose por momentos con su consciencia trataba de enviar regalos a sus padres que los rehusaban siempre, echándolos al río amarrados a una piedra después de haberlos conjurado. Para éstos el últino consuelo que les quedaba, más por resignación que por plena complacencia, era su hija Tránsito, quien se había casado con su primo Felipe Ramirez, el hijo de la hermana de Ana. Mucho insistieron sus padres para que rehusara, pero ante su empeño y con miedo de que siguiera el ejemplo de sus hermanas mayores, decidieron aceptar. Para su madre Ana, quien le decía y repetía incansablemente lo que sus padres le hablan repetido, las mujeres de Agua Clara no debían casarse con hombres de allí mismo, pues éstos debían partir, ir a buscar mujeres en otra parte, como lo habían hecho sus hermanos y sus tíos maternos, debiendo ellas casarse con los hombres que vinieran de otros lugares, como había sucedido desde que Pedro Felipe Herrera y María Recuerdos Buenarosa habían fundado el caserío, cuatro generacienes atrás.

Pero los tiempos habían cambiado. Antes, sea por tradición o por ese instinto de los hombres de lo desconocido, de la aventura, los hombres de Agua Clara partían por su voluntad, casi contra la opinión de sus padres quienes sabían que no volverían a verlos a buscar fortuna en otras sitios, a jugar su suerte, teniendo siempre en sus mentes que afuera de Agua Clara todo era mejor, las mujeres más buenamozas y mejores cocineras, la selva menos fatal, el trabajo más próspero, igual que creían los que partían de otros lugarres y llegaban a Agua Clara, buscando el ideal de la mujer, del paisaje y de las tierras.

Pero los tiempos habían cambiado. Agua Clara se había convertido del día a la mañana en el lugar prometido, el sitio donde se hacia fortuna, el sitio de las mujeres más apetitosas, de la diversión, del juego de azar, del alcohol, donde la selva no era una amenaza pues ahora era un vasto desierto de árboles rotos, los tigres habían huido y los hombres de Agua Clara no soñaban en ir afuera pues la fortuna había venido a ellos, sus mujeres eran las mejores cocineras y las que mejor resistían el clima y entre ellas buscaron las que debían ser sus esposas, sin pensar que fueran sus prímas, sus madres o sus hermanas.

Alaila había soñdelado siempre con ese forastero del que su de madre le hablara, ese hombre venido de otra parte, que conocía otras gentes, habiéndose creado en su mente la imagen de alguien tan írreal que ninguno de los forasteros que hubiesen pedido casarla habría sabido llenar esa idea, pues ella lo había creado involuntariamente a la imagen de Yisus, quien aunque nacido en Agua Clara, algunos años antes que ella, había sido siempre considerado como de los de "allá", como el modelo de todos los que no habitaban Agua Clara, con sus ojos azules y su pelo rubio, sin que nadie pensara que su madre María Rosa habla sido violada por un extranjero de más allá de lo que ellos creían que era el -allá-. En realidad cuando Rogelio le propuso de montar en el helicóptero de la compañía petrolera, Alaila había aceptado mas que por la emoción extraordinaria de volar por los aires en ese aparato de hierro, por la convicción de que esos pájaros mecánicos iban el sitio dende vivían los hombres rubios ojiazules que habían creado un pueblo milagro caldo del cielo, en los alrededores de Agua Clara donde ellos vivían sin qué nadie los viera pero haciendo sentir su presencia por todos el territorio. Ansiosamente quería Alaila ir al sitio donde encontraría su hombre, el de sus delirios y el de las promesas de su madre y allí fue en realidad y en una bodega de utensilios encontró uno como el de su imaginación y ella supo darse, haciéndolo su marido y luego de ser conducida a su casa en helicóptero no dijo nada a nadie esperando poder anunciar su boda con un extranjero como era la costumbre, y a los pocos días de nuevo vinieron ella y corrió al encuentro de su hombre cayendo en brazos de otro, igual que el anterior pero otro, y continuó a volver buscando el legítimo y encontrando siempre diferentes, hasta verse casada no por uno sino por una raza de hombres iguales a Yisus, hasta sentirse ultrajada y no queriendo volver a su casa, de donde creía salir honestamente para traer un hombre que la casara y fuera una ayuda para su padre en el trabajo de los campos, dejándose al domínio absoluto de Rogelio quien luego de haberla hecho "abrir* por los ángeles como él decía, la entregó satisfecho de su tarea a la matrona del "Danubio Azul", Doña Pastora, quien había hecho carrera en los burdeles de la Insúla, y quien conocía el comercio con campesinas como otros conocen el comercio del café.

Al principio aceptó su destino como castigo para remediar su culpa, pero con el tiempo trató de tomarlo como premio para compensar sus años de miseria, como le enseñaba Doña Pastora, dejándose llevar por los halagos materiales que conseguía, olvidando el marido único para encontrar el marido perfecto, el amante infatigable en los múltiples hombres que cada noche ella hacía gozar momentáneamente hasta llegar a olvidar al hombre mismo y tratar de buscar en ella misma la sitislacción de su vida, viéndose consumir como se consume la leña con el fuego, como se consume el fuego por falta de leña. Cuando Eufemia Romero, la llamada "tía Eufemia" en Agua Clara había tratado de armar una revuelta en el caserío contra la compañia petrolera, haciendo tomar consciencia a las gentes de los ultrajes que ésta les aportaba, mostrándoles del dedo cómo las mujeres se habían prostituído, como los hombres de la rejón no querían partir para ir a buscar esposas afuera, mezclámdose entre ellos, diciéndoles que no había que olvidar que todos en Agua Clara eran Herreras aunque ya nadie portara este apellido a causa de los nuevos ímplantados por los hombres venidos, gritándoles casi que pronto no tendrían más cacería pues la selva la habían destruido con las máquinas, que no tendrían más pesca pues el río estaba infestado con la dinamita que utilizaban los extanjeros para matar los bancos de peces, que la carretera y el tren no eran pare ellos los de Agua Clara, aunque así quisieran creerlo, pues nadie tenía vehículo ni qué transportar en el monstruo metálico, ínsultindolos a todos en medio de la calle mientras la miraban riendo los que antes veían en ella el aposento de la tradición, insistiendo ella en que miren no más cómo desprecian todos a nuestra patrona María Rosa, que nadie la tiene en cuenta allá en su nicho y hasta construyeron un bordel a sus pies, y miren mi hermana Dolitas que se había convertido en santa y ya nadie la mira ni le ofrecen flores, la pobre, recitando los letanías enfrente de todos los ranchos de los que antes fueran sus únicos vecinos, sin ser oída siquiera en se lamento. Alaila oyó en el rDanibio Azul rumores sobre una loca del pueblo que gritaba contra los bares y los prostíbulos, una tal Tía Eufemia, como la llamaban, que allí la conocieran,  recordando cómo cuando era niña ella se divertia en ir a la casa se la tía Eufemia para que le contara historias de sus antepasados que esta conocía de memoria pues por ser prima segunda de su madre tenían los mismos ascendientes femeninos que eran los que contaban en Agua Clara, sabiendo por ella la historia de su abuela Ane Herminia de la cual su madre casi nunca le había hablado, quien había salido una vez sola y se había adentrado en la selva, sin el permiso de su padre Rito quien tuviera en esos tiempos el bar del caserío, habiéndose perdido y no volviendo a aparecer en el pueblo que varios años después, cuando todo el mundo la consideraba muerta y ya habían hechos sus funerales, hablendo une lengua que nadie comprendía, con el torso desnudo, como las indias,y en la mente de Alaila resonaba, "como las indias", con el pelo cortado en círculo, "quemado con tizones" como le decía la tía Eufemía, con los pies descalzos y duros, con elaire perdido en ese lugar donde había nacido, habiendo sido reconocida por su madre Clara Herrera quien fríamente le había colocado un viejo vestido y la había hecho entrar a la casa sin pronunciar palabra, tratando de olvidar las lágrimas que había versado por ella yj de no ímaginar las desaventuras que debieron ocurrirle, enseñándola de nuevo a comer como ellos y a hablar como ellos, echando tierra sobre su historia para que pudíera algún día casarse con un forastero, como en realidad sucedió años más tarde cuando Ana Herminia, quien decía llamarse Abastilladora cuando volvió, se casó como cualquier mujer del lugar con Felipe Silva quien nunca supo o nunca quiso saber su pasado.

Esta historia había impresionado enormemente a Alaila quien nunca puro conocer su abuela pues habla muerto antes de su nacimiento de una fiebre amarilla, pero cuya imagen ella guardaba secretamente en sus pensamientos como alguien mítico a quien quisiera parecerse y a quien en cierto modo ahora se parecía, habiendo huido de sus padres no hacía los indios pero hacia los de la ciudad para vestirse como éstos, para hablar coro ellos, para reírse y maquillarse, divertirse y trabajar a su manera, pensando en su retorno al hogar y cómo su madre Ana Ia recibiría y sin decirle palabra queriendo olvidar lo que ella había vivido le buscaría marido para casarla y ser la que en realidad ella quería ser aunque lo despreciara con sus palabras y se burlara de la "campesína" de su madre y su hermana menor.

Las otras historias que la Tía Eufemia le contara venían a su mente a borbotones, imaginándose su tatarabuelo Pedro Felipe Herrera cuando llegó e fundar en esos lugares y tuvo que afrontarse a los indios para poder instalarse, imagínándoselo como la tía Eufemia se lo describiera aunque ésta tampoco lo hubiera conocido pero cuyas historias eran mas frescas en su memoria, agrandando en su mente las batallas que ella solo conociera por el miedo permanente que existía en todos los pobladores de Agua clara a la idea de un ataque de lo indios:como el que ella vivió pero sin batalla, cuando no había hombres en el lugar pues habían salido a buscar el oro que creían escondido bajo las luces que aparecieron en el fondo de la selva cuando Segundo partió hacia el "allá" y los indios  habían entrado a buscar sal, sin violencia, habiendo después matado a Rito Díaz Silva, el hijo de quien pretendió defender el lugar solo, y en la mente de Alaila apareció el cuerpo de Rito inundado de sangre en medio de lacalle con una flechaclavada en su cuerpo, su primo Rito, con el cual ella se había escondido una vez detrás del rancho de su tía para darse un beso furtivo, Rito, ella asta habíahablado a su madre cuando estaba pequeñadiciéndoleque si ella se casaba sería con Rito y su madre le había dicho que era mejor que lo olvidara, que Rito debía irse de Agua Clara, como todos los hombres, que debía olvidarlo aunque solofuese un sueño de niña y ella no pudo olvidarlo ni aún cuando lo vió con la flecha en el vientre.

La historia entera de Agua Clara resurgía en sus pensamientos al solo recuerdo de la Tía Eufemia y el desprecio con el cual todos hablablan de ella en el bordel como si se tratara de una cualquiera, la Tía Eufemia, la Tía de todo Agua Clara era ahora insultada, y ella pensó escaparse del Danubio Azul y de ir a la casa donde otrora oyera hablar de sus abuelos y donde aprendiera a coses con las seis hermanas de la Tía Eufemia, de decirle que ella estaba de acuerdo,que ella tenía razón, pero desistió de su idea al mirarse en el espejo, sabía que la Tía Eufemia la rechazaría, le daría una palmada en la cqara por tener esos colores vivos sobre el rostro y la falda corta que le dejaba ver su ropa interior y sus uñas pintadas y sus risas de carcajadas con olor a alcohol.

Pero los años de la petroleum company no eran sin fin y lo que en un momento Agua Clara había sido una de las ciudades más caras del país, donde una cama de paja costaba lo que en Cúcuta un buen hotel, donde a lo largo de dos kilómetros se jugaban en la noche los jugosos salarios de los obreros de la compañía petrolera y se pagaban las prostitutas más caras que en los sitios privados para ministros en la capital, se convirtió del día a la mañana en un sitio miserable donde no habían más veintiochos para cobrar, como se llamaban los meses que pagaba la compañía de petróleo para no pagar los préstamos sociales de los treinta y un días obligatorios, y comenzó un exodo desesperado de obreros sin trabajo, de prostitutas sin cleintes y de bares y bordeles en quiebra que miraban partir por los aires el pueblo-milabro de los gringos, para irse a otro lugar donde construirían un nuevo Agua Clara, un nuevo espejismo como lo había llamado Dolores sin equivocarse, tratando a todo precio de segirlos apa segir usufructuando de las fortunas fabulosas que pagaban , del progreso insospechado qe aportaban, quedando resagadas en su intento, debatiéndose por los pocos trabajos que uedaban de celadores de las maquinarias gigantrezcas que reemplazaban el trabajo de los miles de hombres vestidos que extraían solas el petróleo y lo acumulaban en grandes recipientes para bombearlo a gtravés de olecoductos hacia el mar, la frontera del mundo.

Después de haberse regado más sangre, como último precio del barro negro, en las disputas que la miseria promovía, Agua Clara conoció la soledad. Los rieles del tren, la gran carretera, los dos kilómetros de cantinas y bordeles, la selva sin árboles, el río infestado, las máquinas gigantezcas trabajando solas, se convirtieron en la presencia insoportable de un pasado lleno de ilusiones que los dejabqa con las manos vacías, con el sabor amargo de la ausencia dolorosa del verdugo.

Alaila, que había conocido el apógeo de la explotáción de su cuerpo junto con el de la explotación petrolífera, no partía como éstos hacia otros lugares para continuar extrayendo el dinero de los ansiosos de hembra pues ya la enfermedad la corroía integra, ya la belleza de sus senos y de su rostro moreno que le valiera en un momento ser la reina del Danubio Azul no eran capaz de hacerla resurgir ni aún con espesas capas de maquillaje ni con corpiños apretados, ya la afección que Doña Pastora le munifestara antes ofreciéndole los mejores clientes no era hoy sino un desprecio infame que la rechazaba haste de satisfacer los mendigos, y cuando la matrona del bordel preparaba su partida solo volteó la cabeza para escupir sobre los ruegos desesperados de Alaila quien le suplicaba llevársela aunque fuese de cocinera, pero llevársela.

En el desierto de Agua Clara de los pocos hombres solteros que quedaron rondando ya nadie la quería por mujer, todos despreciaban ese ser que caminaba con las piernas abiertas y con faldas de colores vívos apenas debajo de su sexo, escuálida, con los cabellos revueltos y unas ojeras protuberantes maquílladas con lápiz verde como dos agüjeros de muzgo, con los labios rotos llenos de una grasa roja que depasaba sus bordes, mendigando por doquiera un hombre, siendo rechazada a palos y a piedras para que dejara libre la calle, para que dejara libre el sol derretirse sobre los escombros. Así rondó habítando en los hangares vacíos, en las bodegas desiertas, en los bares donde crecía ya la maleza en su interior, saliendo la cada vez que apercibía un hombre nuevo que venía aún atraído por la fama de Agua Clara y que llegaba  tarde a recoger su fortuna, instalándose a veces en las ruinas de un bar o partiendo inmediatamente al constatar su error. Alaila tenía entonces veinte años. Los que la conocieron llegaron a olvidarla, como llegaron a olvidarlo todo, hasta el nombre de sus padres y la existencia de una compañia de petróleo, el nacímiento en masa de los monstruos y la existencia de una carretera que se quebraba con los años sin acordarse para que servía. Cuando años depués hombres de otras partes vinieron, buscando un pedazo de tierra para instalarse o para esconderse de la ley de las ciudades, cono hacía mucho tiempo antes habla venido Pedro Felipe Herrera habiendo tenido que luchar contra los indios motilones para asentarse, habían econtrado residuos de familias esperando la muerte, viejos todos, sin niños, sin jóvenes, sin parejas que pudíeran continuar la rama de los Herrera, esperando la muerte en aquel lugar desvastado, y que la naturleza comenzaba de nuevo a invadir. Muchos de los nuevos venidos, desconocedores del pasado de Agua Clara, ignorantes de los sueños vigílicos que tenían sus seniles habitantes, habían visto acercarse a ellos una mujer con los años jóvenes, con los senos aún brincones, con un vestido de flores y dos trenzas que caían sobre sus espaldas, quien hablaba tímidamente y les contaba que sus padres habían muerto y que ella buscaba marido para hacer la cocina y tener hijos, que ella era fiel y con sus encantos los atraía y uno a uno los seducía ofreciéndoles la mujer que buscaban, yéndose con cada uno de ellos al rancho donde pensaban instalarse y en Ia noche mientras retozaban acosstados ella desaparecía antes de que ellos concluyesen su orgasmo, esfumándose en sus brazos, espantándolos y haciéndoloscorrer desesperados hasta adentrarse algunos en la selva y perderse en ella, otros tirándose al río para salvarse de la visión sin llegar a tocar el otro extremo y siendo devorados por las aguas vertiginosas, otros enloqueciendo gritaban desesperados enfrente de las casas medio destruídas de los sobrevivientes quienes los veían cmoo si no los vieran, como ya no veían sus recuerdos, otros más sobrios trataban de describirla al día siguíente a los viejos habitantes quienes decían no conocerla ni saber quien era ni qué podría hacer por allí, decidiendo partir de aquél lugar endemoniado, donde Alaila no dejó que ningún hombre nuevo viniera a instalarse erigiéndose como centinela de ese lugar que pronto los árboles englutirían.

 
 

 

Cuentos de Agua Clara

de

© Guillermo Zamor

1976

N° 131139 
S. A. C. D

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